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Para entender el 15M
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Para entender
el 15M
Luis García Montero
Benito Perez Galdós imaginó la fórmula de los Episodios Nacionales para poder contar la historia de España con la perspectiva de las calles y las plazas. La visión urdida en los palacios se había apartado mucho de la realidad. Gente humilde debía narrar los acontecimientos políticos y la vida cotidiana del país. Los escritores regeneracionistas de finales del siglo XIX y principios del XX, Costa, Unamuno, Azorín, Antonio Machado, recogieron su herencia al denunciar la separación entre la España real y la España oficial. Con el fracaso de la Primera República, se había restaurado la monarquía borbónica en un sistema de falsa democracia. Dos partidos, Liberal y Conservador, representantes de los mismos o parecidos caciques, se turnaban en el gobierno de forma pactada. Los famosos versos de Machado, “una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón”, no aluden a la izquierda y la derecha, a la España republicana y a la fascista, sino a esos dos partidos que significaban el mismo frío. La proclamación de la II República supuso el intento pacífico de volver a unir la representación pública con la vida real. Para conseguirlo debieron unirse, en una conjunción republicano-socialista, la voluntad democrática de la burguesía progresista y los movimientos obreros.
Me permito este breve recuerdo histórico porque creo que tiene mucho que ver con los motivos que han alumbrado el movimiento callejero de rebeldía conocido como “15 de mayo”. Se ha escenificado la protesta de los ciudadanos ante una nueva separación entre la España real y la España oficial.
La crisis económica esconde, sobre todo, una crisis de cultura. En nombre de los beneficios de las grandes empresas y los especuladores, asistimos a la liquidación del Estado del bienestar. El deterioro de los servicios públicos, la pérdida de los sentimientos de comunidad y solidaridad, la renuncia a los deseos de igualdad y al pudor de una economía democrática con voluntad de equilibrio, no responden a una falta de dinero, sino a una falta de conciencia. Y ha sido tanta la avaricia de los poderes financieros y la humillación de los partidos mayoritarios, que se ha producido una quiebra ruidosa entre las declaraciones oficiales y la experiencia real de los ciudadanos. Los jóvenes que gritan “los políticos no nos representan” ante el Parlamento, denuncian algo más grave que la corrupción de algunos sinvergüenzas que aprovechan sus cargos públicos para hacer negocios privados. Protestan por la corrupción de todo un sistema que ha borrado el mandato de la soberanía civil para ponerse al servicio de los mercados. De poco sirve votar si después los gobernantes no aplican sus programas electorales y se limitan a imponer las medidas que exigen los especuladores.
La gente comprueba en sus vidas que las leyes reformadas en nombre de la creación de empleo sólo sirven para degradar las condiciones de trabajo y facilitar el despido gratuito. La gente comprueba también que los recortes de gasto que se hacen en nombre de la viabilidad de los servicios públicos, tienden a expulsar a las clases medias de la educación y la sanidad estatal. Cuando sólo queden los pobres, es decir, cuando el concepto de caridad desplace a los derechos cívicos conquistados, se dejará que el sistema pierda, ya del todo, su agredida calidad actual.
Las consignas del neoliberalismo quedaron desmentidas por la experiencia real. En su último libro, El refugio de la memoria, el historiador británico Toni Judt habló de un totalitarismo neoliberal que identificaba la modernidad con las privatizaciones y los beneficios de la especulación. Esta cultura dominante, impuesta por los grandes poderes mediáticos, ha saltado por los aires en la imaginación de la gente al estrellarse con las condiciones de sus propias vidas. Y es que la tan cacareada crisis económica no implica una falta real de dinero. Es una excusa para recortar derechos sociales y acumular los beneficios en unas pocas manos avariciosas.
Conviene analizar bien el papel desempeñado por la juventud en el 15M. Hay palabras por las que los escritores y las sociedades deben pelear. La palabra juventud es una de ellas. A la muerte del caudillo Francisco Franco, España vivió algo más que una transición entre la dictadura y la democracia. Lo que se produjo en realidad fue una mutación antropológica, el paso de una sociedad pobre a las formas económicas y culturales del capitalismo avanzado. Fue un proceso muy parecido al que Pasolini observó en la Italia de los años sesenta. El país humilde en el que yo había crecido (trenes viejos, emigrantes que viajaban a Alemania para ganarse la vida, catolicismo represivo) se transformó de pronto en el territorio de la alta velocidad, la inmigración y una vida hedonista sin valores. El nihilismo del consumo. Los deseos de olvido no sólo apuntaron a los crímenes del franquismo. Los antiguos humillados en los trabajos pobres de Europa debían aprender a despreciar a los inmigrantes que ahora llegaban al país.
El papel reservado en este proceso a la juventud era el consumismo, la despolitización, la estupidez de la telebasura y la banalidad. La metáfora del botellón de los años noventa, jóvenes reunidos en las plazas para consumir alcohol barato, había sustituido a la clandestinidad de los muchachos barbudos que conspiraban contra la dictadura. Pero he aquí que una parte muy significativa de la juventud ha decidido romper este guión. Educada ya en la democracia, acostumbrada desde las guarderías a participar en asambleas, la juventud no ha querido aceptar la degradación política y ha salido a la calle para pedir una reforma del sistema electoral y leyes que limiten la avaricia de los bancos y los especuladores. Su voluntad democrática ha convertido el respeto hacia el otro en un valor decisivo para sus reivindicaciones. Es toda una novedad en la historia de España: un movimiento callejero de cientos de miles de ciudadanos se produce sin violencia y sin víctimas. Y es una suerte, además, que en tiempos de absoluto descrédito de la política por la complicidad de los partidos mayoritarios con los poderes financieros, los jóvenes no hayan promovido una reacción populista, demagógica, proclive a la manipulación totalitaria y a los líderes de masas. Critican a los partidos, pero en nombre de la dignidad de la política y la democracia.
Este es el espíritu que ha llenado las plazas. En la Puerta del Sol de Madrid, me encontré una pancarta con una cita de Shakespeare: “Si no nos dejáis soñar, no os dejaremos dormir”.
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