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Hugo Gutiérrez Vega
Discurso por el agua (iii de vi)
La Grecia clásica vivía fundamentalmente en el agua. Pensemos en sus naves descritas con exquisita precisión por Homero, viajando hacia Troya y desembarcando en las costas del país enemigo; pensemos en Odiseo y sus incontables viajes por agua; todos sus emblemas son marinos y con ellos regresa a la Ítaca perdida que es una de las islas por excelencia en la historia de la literatura. Los griegos empiezan a afirmar el concepto de insularidad que, muchos años más tarde, enfrentan desde distintas perspectivas Chopin y George Sand, Harold Laxness, Katherine Mansfield, la mayor parte de los británicos, Lezama Lima en Cuba, Palés Matos en Puerto Rico, Walcott en Santa Lucía, Cesaire en Martinica, Naipaul en Trinidad y, en México, José Revueltas y Los muros de agua.
Hace poco recordé lo importante que fue el agua en mi infancia –sobre todo su ausencia. Soy de una familia de las tierras secas de los altos de Jalisco. En la temporada de lluvias, nuestros ojos no se apartaban de la crestería de la Sierra de Comanja, en espera de que la nube plomiza derrotara al viento y depositara su carga bendita en la tierra sedienta y ansiosa. Generalmente ganaba el viento y muy pronto abría su discutible esplendor un cielo azul como el de la canción estadunidense: “Blue skies smiling at me,/nothing but blue skies do I see.” En nuestro caso esa sonrisa tenía un terrible sentido irónico.
El río de Lagos de Moreno, igual que el Manzanares, “Como no tiene agua corre con fuego” (Lope de Vega dixit), consistía en dos o tres arroyuelos que muy pronto se estancaban y se convertían en viveros de moscos feroces. Cuando nos fuimos a vivir a Guadalajara, mi tierra natal, conocimos las grandes tormentas y los truenos en seco. Mi abuela sacaba la campana bendita, prendía el cirio y rezaba la hermosa oración conocida como “La magnífica”; al llegar a la “gran bondad”, la dulce abuela esbozaba una sonrisa; nunca entendí las razones de su recuerdo humorístico hasta que un día me lo explicó: los numerosos miembros del clan Anaya atravesaban en su diligencia el lecho del río. De repente, una riada llenó el cauce y la diligencia estuvo a punto de zozobrar; una tía rezandera, nerviosa y alarmada, inició el rezo de “La magnífica”: “Glorifica mi alma el señor y mi espíritu se llena de gozo al contemplar la gran bondad...,” ahí se detuvo y, presa del pánico, exclamó: “Camilo, se está miando una mula.” Esta curiosa frase pasó a formar parte mental de “La magnífica” de los Anaya.
Pasé una buena parte de la infancia añorando el agua. Recuerdo las caras alegres de mis tíos cuando venía un buen año, las filas esbeltas del maíz, las tablas de los chilares y el crecimiento espontáneo de las verdolagas, los quelites, los quintoniles, las calabazas y sus flores, en fin, de todo lo que forma la unidad agrícola nacional.
Mucho significaba la lluvia: “La lenta lluvia que se eterniza/ bajo la tarde que muere calma/ y en pertinacia tenaz tamiza/ lenta ceniza dentro del alma.// “la lluvia con sus ejércitos/ formados por infinitos/ soldaditos de cristal”, decía Francisco González León, el poeta de Lagos de Moreno. En otra parte tiene un contenido místico: “La lluvia tras la ventana/ reza con los cristales/ la letanía lauretana.”
Un poco más al norte, en Zacatecas, Ramón López Velarde, padre soltero de la poesía mexicana, nos dice: “Trueno del vendaval/ oigo en tus quejas/ crujir los esqueletos en parejas/oigo lo que se fue/ lo que aún no toco/ y la hora actual con su vientre de coco/ y oigo en el vértice de tu ida y venida/ oh trueno la ruleta de mi vida.”
(Continuará)
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