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Ana García Bergua
Por qué las hormigas
Para la tertulia
De un tiempo para éste vienen creciendo las hormigas en mi casa. Cada vez la fila que entra por la ventana de la cocina desde el estacionamiento es de hormigas un poco más gordas, más grandes, mejor cebadas. Como si cada año las hormigas se perfeccionaran e hicieran demostraciones de músculo, mientras que nosotros nos volvemos más enfermizos y pequeños.
A tal grado que ya no las asesino como antes, barriéndolas de la mesa, la estufa o el fregadero con un trapo mojado, como solía hacer, pues tan grandes son que me da espanto pensar en la pasta de hormiga que se formaría en la superficie. Más bien las empujo con un trapo seco –a veces, si me da el estómago, con el brazo, como quien aparta unos papeles estorbosos–, y ya que se encuentran en el suelo, las piso. No con saña ni con espanto, sino –quiero creerlo– con la firmeza de quien cumple un deber higiénico para trapear después. Al caer, las hormigas de mi casa hacen un sonido seco, un ¡poc! que da cuenta de su tamaño cada vez mayor, como si con él me recordaran su masa creciente y me dijeran: el año próximo sonaremos más fuerte al caer.
Las hormigas de mi casa, tan enormes como son en relación con su antiguo tamaño –el clásico tamaño de una hormiga que figuraba en nuestras expresiones más comunes–, se han individualizado y ya no andan por la cocina en fila, ni en grupo. Al parecer no les da miedo desplazarse solas; parecen haberse animado a dar un paseo por cuenta propia, lejos del hormiguero y de esas pesadas compañeras colectivistas que les asignan tareas fijas. Quizá, por lo mismo, han dejado de respetar la raya de gis chino con que antaño las contenía y exterminaba, según yo de manera más ecológica y decente: al igual que los papeles asignados, los límites y los territorios trazados por manos humanas las tienen sin cuidado. Tampoco cargan aquellos fragmentos de comida que llevaban antaño sus compañeras, disciplinadas y en fila, cuando las hormigas eran del tamaño de una hormiga, ni huyen cuando las cubre la sombra de una mano armada para el exterminio.
Son hormigas rebeldes, camusianas. Campean por la cocina con cierta fanfarronería e imitan a las detestables cucarachas en la manera de agazaparse y espiar la bolsa del pan dulce. Aparecen donde menos se las espera, saltan de debajo de los sartenes y, curiosamente, desprecian el azucarero cuya tapa se rompió. La única autoridad que temen, lo he visto, es la del gato que las acecha en la oscuridad con su vista aguda y perfecta, pero duerme demasiadas horas al día en el sofá, como para ejercer una vigilancia más profesional (su salario de croquetas no alcanza para más tiempo). Estas hormigas son también diurnas, andan distraídas por cualquier parte y se comportan como si estuvieran curioseando simplemente por algún centro comercial, dando un paseo a solas, lejos del plan estratégico, disciplinado, que les suponemos siempre por ser hormigas. No deja de sorprenderme esa conducta tan individual, tan de libre mercado en un animalito de fama cooperativista, al que clásicamente se pone de ejemplo frente a la cigarra perezosa. Al verlas merodear así, me recuerdan al turista que sin querer se asoma a las cocinas del restaurante cuando buscaba el baño, y estoy convencida de que, cuando alcancen el tamaño apropiado, ofrecerán disculpas y preguntarán por el de las damas.
Y es que, como decía, las hormigas de mi casa aumentan de tamaño de manera sostenida e implacable. Eso sí, debo decir que, quizá gracias a su tamaño creciente, son pocas, afortunadamente, y por lo mismo son pocas las molestias que nos dan, aunque eso me preocuparía aún más: quizá, con el tiempo, queden las justas para imitar a nuestra familia, suplantarnos y tal vez formar una pequeña comuna, más acorde con su condición de hormigas.
Por eso, mientras las veo caminar con la displicencia del que se sabe futuro propietario por las paredes de la cocina, no dejo de preguntarme cómo serán dentro de veinte años, cuando me haya encorvado por el peso de la edad y me sienta y me vea más pequeña. ¿Habrán alcanzado el tamaño de un ratón, de un gato? ¿Las encontraré preparando algún platillo, ciertamente simple y a la medida de sus gustos de hormigas, como una ensalada de lechuga o un plato de verduras con aceite de oliva?, ¿me amenazarán con un trapo, me barrerán de la silla y al caer haré un sonido, un ¡poc! casi inaudible, como el que hacen ellas ahora? Quizá, al vernos, opinarán que somos cada vez más grandes.
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