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De cloaca y dictadura (valga la redundancia)
Añoso, vetusto y de seguro flotando en medio de un aura de prestigio y respetabilidad para el imaginario colectivo argentino, el originalmente conocido como Colegio de Ciencias Morales –cuya fundación data del siglo xviii, más tarde rebautizado con el nombre de Colegio Nacional de Buenos Aires– es el escenario casi único en el que discurre la trama de La mirada invisible (2010), dirigida por Diego Lerman.
La protagonista, interpretada soberbiamente por Julieta Zylberberg, responde al nombre de María Teresa, apenas cuenta con escasos veintitrés años de edad y trabaja en el citado Colegio, donde es uno más de los numerosos “preceptores” –mezcla de vigilante, censor, oreja de la dirección, correveidile, sustituto fugaz de profesores ausentes y lo que se ofrezca– que, silenciosos y ominosos, pululan en aulas, pasillos, patios e incluso sanitarios escolares. Marita, como la llaman en casa, vive con su madre y su abuela, de su padre no sabe nada y así quiere permanecer; mantiene intacta la que en otros tiempos todavía se nombraba “virtud”, y son monumentales sus dificultades para relacionarse con las personas en general y con las de género masculino en particular. Todo lo cual no impide –antes quizá exacerba– que Marita viva, hacia dentro de sí misma, una vida a contrapelo de la que uno le ve vivir, o mejor dicho sólo representar, delante de parientes, compañeros de trabajo y alumnos del Colegio. Imagen de sí misma muy bien simbolizada en su perfil severo, tieso, sin afeites ni adornos de ningún tipo, la falda debajo de la rodilla, el escote inexistente y, sobre todo, la mirada metálica, impenetrable, obligada por razones de “orden y disciplina” estrictísimos, a volverse indetectable para los vigilados, si bien llegará un momento, a pesar suyo o más bien del personaje que ha elegido representar en el Colegio, en que la dureza de dicho metal ocular ha de fundirse.
El jefe de preceptores, un tal Carlos Biesutto, lleva seis años forjándose al interior del Colegio una reputación que cualquiera podría calificar de intachable o ejemplar, y lo ha hecho sobre todo basándose en un discurso invadido hasta el tuétano por términos como los ya referidos “orden” y “disciplina”, a los que deben añadirse “vigilancia”, “control”, “autoridad” y otros de campos semánticos aledaños. De su entorno personal y su pasado no dice una sola palabra, pero uno intuye –y una breve conversación con María Teresa lo confirma– que Biesutto tuvo a mal aplicar, seguramente con intensidad inapelable, los vocablos arriba citados en esferas extraescolares, bastante más amplias, hasta hace precisamente los seis años que lleva de trabajar en el Colegio Nacional de Buenos Aires.
La época en que se desarrolla la historia de estos personajes es una muy concreta: estamos en marzo de 1982, o lo que es lo mismo, a seis años exactos desde el golpe militar que encaramó al poder en Argentina a un puñado de trogloditas con fusiles entre 1976 y 1983.
Con todo lo anterior, Lerman dio cuerpo a un filme que cuando no provoca desasosiego es porque está golpeando duro y a la cabeza del espectador. No hay aquí tregua –como de hecho no la hubo tampoco por parte de los Videlas, Galtieris y demás espadones para cualquiera que protestara o quisiera manifestar el menor disenso a su “gobierno”– para exhibir la génesis de la represión, el modo en que sus (sin)razones son propaladas, justificadas y transmitidas, así como los resultados a que conducen.
La mayor virtud de La mirada invisible es que logra lo anterior sin mostrar siquiera un solo rifle, un solo soldado, concentrándose en cambio en desplegar aquello que constituye la sangre y el nervio de toda dictadura: la convicción masiva, genuina o impuesta, de que la subversión de los subversivos es una amenaza de muerte contra los “buenos” y, por ende, éstos tienen no sólo el derecho sino la obligación de exterminar a los “enemigos de la patria”.
Pero esta mirada hace más todavía: para dar cuenta de la cloaca moral que por necesidad es toda dictadura, pero sin caer en maniqueísmos formales o dramáticos, muestra con sutileza, y al mismo tiempo tan crudamente como es posible, de qué modo –entre los miembros de una sociedad reprimida que comienza a emular a nivel individual la misma conducta de sus represores– llegan a anudarse, hasta la confusión, pulsiones tan aparentemente ajenas unas de otras como la erótica, la escatológica, la del ejercicio del poder y la de la violencia, y lo hace ni más ni menos que en un cagalar, símbolo perfecto del horror implícito en vivir con la mierda hasta el cuello.
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