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Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Beirut, cultura y gastronomía
Dos poemas
Joumana Haddad
México y Líbano
Hugo Gutiérrez Vega
Líbano: en busca del equilibrio
Naief Yehya
Líbano, el país de la miel y la leche
Georges Schehadé: poeta y dramaturgo
Rodolfo Alonso
Dos poemas
Georges Schéhadé
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Juan Carreón
Dos poemas
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Templo de Baco en Baalbek |
México y Líbano
Hugo Gutiérrez Vega
El infatigable general Aoun amenizó mi presentación de credenciales al presidente Haraoui con una serie de cañonazos que me pusieron la carne de gallina y me obligaron a fingir una serenidad que, sin la menor duda, no sentía. Beirut no era, en esos días, una fiesta, y sus edificios derruidos daban el desolado testimonio de una guerra intermitente que duraba ya más de quince años.
Presenté credenciales en una especie de búnker y me senté a conversar con el sereno y discreto mandatario. Antes de bajar al refugio había pasado revista a un contingente de soldados en traje de campaña y escuchado los himnos de Líbano y de México, interpretados por una banda que, por aquello de no te entumas, aceleró el ritmo y no se metió en florituras.
Distrito central, Beirut |
Vestido de blanco, como lo ordena el protocolo veraniego, entregué al presidente un sobre con mis cartas credenciales y dije algunas de esas frases que son pura cáscara y sirven para llenar los silencios embarazosos. Me invitó a sentarme y nos pusimos a hablar, vencidas las dificultades iniciales, sobre la comunidad libanesa de México. Recorrimos la República y poco a poco fuimos dibujando una especie de mapa socioeconómico para ubicar a sus industriosos compatriotas: ganado y rones en Yucatán y Campeche; agricultura tropical en Chiapas y Tabasco; textiles en Puebla; altas finanzas en la capital del país y, en todas partes, comercio, toda la gama de las aventuras comerciales, desde la venta en abonos de ropa para las clases populares, hasta los grandes almacenes (las pomposas tiendas que mi abuela insistía en llamar “cajones de ropa”) y los talleres con sus rumores de singers, tijeretazos y telas de increíbles colores.
Recordamos las primeras oleadas de emigrantes que llegaron a Veracruz con sus pasaportes del Imperio Otomano (de ahí el genérico “turcos”) y el tarbush cubriendo el hirsuto cabello del larguísimo viaje.
El recién llegado libanés (generalmente cristiano maronita) pronto se relacionaba con sus paisanos ya bien instalados en el país y se ponía en marcha para inventarse su trabajo y recorrer, empujado por su indo-mable espíritu emprendedor, el camino hacia la riqueza. La mayor parte cumplió con creces sus propósitos (se dice que los cuatro libaneses pobres que hay en América se encuentran en las vitrinas de un museo de lo insólito), formó su familia y consolidó sus posiciones tradicionalistas y moderadas.
Escalinata en Baalbek |
Cuando la matriarca es libanesa, hay que agregar al cerrado núcleo familiar un importante elemento integrador: la cocina. En este capítulo se han logrado aciertos notables al mezclar los elementos clásicos de su cocina con algunos condimentos mexicanos. Mi charla con el frágil y austero presidente Haraoui tuvo un agradable entremés en el cual le hablé del tabule alegrado por la presencia del chile serrano, y del kippe en charola enriquecido por una aterciopelada salsa de chile pasilla con todos sus aceites esenciales.
Hablamos de la Iglesia maronita en México y del culto a san Charbel; de los empresarios, políticos, periodistas, artistas y escritores de origen libanés, y del enorme club que reúne a la comunidad y da apoyo a su embajada. Sabía Haraoui que los libaneses están integrados plenamente a la vida mexicana y, al mismo tiempo, conservan su fidelidad a la lejana y atormentada tierra de sus mayores. Un recuerdo cinematográfico vino a fortalecer esa imagen contrastada. Me refiero a El baisano Jalil, interpretado magistralmente por Joaquín Pardavé, el actor cómico que siempre compuso sus personajes superando las limitaciones de los estereotipos. El baisano,con su español que no podía con la letra “p”, su indomable capacidad de trabajo, su conservadurismo, virtudes y defectos, representó con eficacia a los integrantes de una comunidad que hizo del “baisanismo” una hermosa forma de la fraternidad, un acertado y pragmático estilo de convivencia.
La insistencia bombardeadora del general Aoun nos obligó a prolongar la conversación y el jefe de Estado me dio una personal y equilibrada interpretación de la historia de Líbano. Buen expositor, me hizo viajar por el mundo fenicio, los primeros signos del alfabeto primordial, la presencia romana plasmada en los enormes edificios públicos de las ciudades imperiales, los puertos de Biblos y Sidón con su intensa vida comercial, el paso –luz y sombra– de los cruzados, la noche de la dominación de la Sublime Puerta, el protectorado francés (Líbano sigue siendo un distinguido miembro de la francofonía), los primeros pasos independientes, la difícilmente lograda convivencia entre cristianos y musulmanes; la descomposición política, la corrupción, las intromisiones que destruyeron cualquier forma de soberanía, la interminable guerra civil y el arduo retorno a la normalidad con el proceso de reconstrucción espiritual y material interrumpido constantemente por los fundamentalismos de todos los signos.
Sala en el Museo Nacional |
Terminada la ceremonia, regresamos a flor de tierra y, en un coche blindado y a gran velocidad, me llevaron hasta el hotel ocupado y protegido por las fuerzas sirias. Esa tarde, en el coche del cónsul honorario, recorrimos las ruinas de la ciudad. La banderita mexicana nos otorgaba una protección que, en principio, me parecía precaria y más tarde probó con creces su eficacia. Tuvimos que cruzar varios retenes controlados por las facciones en pugna: la falange, las fuerzas de Aoun, de Samir Geagea, de Hezbollah, de Amal, etcétera, etcétera. Desde un asiento al que me pegaba con todas mis fuerzas, veía los rostros de los soldados y sus dedos aferrados a los gatillos de las muchas y variopintas armas. Al acercarnos a cada retén, el chofer (un libanés que había vivido en Colombia) asomaba la cabeza despreocupadamente: Saad el Zafir du Mexique (el señor embajador de México) y, como por arte de magia, los dedos abandonaban los gatillos, los rostros se alegraban y se escuchaban voces amables diciendo los nombres de las ciudades mexicanas donde vivían sus parientes: Puebla, Mérida, Guadalajara, México, Veracruz... Viendo esos rostros sonrientes no me daba cuenta de que ya habíamos pasado el retén y de que la bandera y la colonia libanesa de México nos habían abierto el camino.
Lo antiguo y lo moderno |
Una noche bajamos a comer un delicioso mechoui (cordero asado) al jardín del hotel. Había luna llena y el mar brillaba como si nada pasara, recordándonos la vieja imagen de la CornicheBeirut con sus aires franceses y sus fabulosos hoteles y casinos. Una orquesta siria tocaba sin descanso mientras cenábamos junto con los oficiales sirios, algunos diplomáticos y varias familias. Los libaneses aman la danza y así lo demostró una niña que empezó a bailar graciosamente por las veredas del jardín. En ese momento el general Aoun inició su bombardeo nocturno. Con terror vimos la estela luminosa de los obuses y escuchamos sus estallidos. Miré a mi alrededor para que los demás me indicaran con su actitud lo que debía hacer (debo confesar que mi deseo era el de salir corriendo o meterme debajo de la mesa). Me quedé frío, pues nadie se movió, siguieron comiendo, la orquesta siguió tocando y la niña bailando. Recompuse la figura y puse cara de circunstancias. Para mis compañeros de cena y para la bella danzarina (llevaba nueve o diez años en el mundo y todos ellos pasados en la guerra) aquello era el pan de todos los días. Recordé La historia de Vasco, la hermosa pieza de Georges Shéhadé en la que se habla de la capacidad de sobrevivencia de la gente. Sonaba el obús, la orquesta tocaba y la niña bailaba bajo la luna mediterránea.
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