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Hugo Gutiérrez Vega
Discurso por el agua (I DE VI)
Sublime es al agua
Píndaro, Olímpicas
“A celebrar del infante/ el singular nacimiento/ los cuatro elementos vienen/ agua, fuego, polvo y viento”, dice nuestra Sor Juana en uno de sus más entrañables villancicos. Los elementos sobre los cuales descansa la armonía del universo y que, al mismo tiempo, son capaces de producir graves desarmonías, están presentes en el nacimiento de la segunda persona de la trinidad católica.
“Tus ojos eran mi aire y mi fuego, pero también mi agua,” dice Gorostiza en el poema sobre el amor y los elementos, mientras que en un soneto perfecto le pide: “Agua, no huyas de la sed, detente” e insiste”: detén, agua tu prisa.” Y es que este elemento vital huye y deja a la tierra yerma sin defensa, imponiendo las duras leyes de sus desbordamientos. Se apodera del agua para construir su discurso lírico en el poema mayor del siglo XX mexicano, Muerte sin fin: “Lleno de mi -ahíto- me descubro/ en la imagen atónita del agua/ que tan sólo es un tumbo inmarcesible,/ un desplome de ángeles caídos/ a la delicia intacta de su peso.”
El agua que huye y es un gracioso tumbo, pesa enormidades, y al mismo tiempo toma la forma del vaso que la contiene: “En él se asienta, ahonda y edifica,/ cumple una edad amarga de silencios/ y un reposo gentil de muerte niña.”
Así corre el agua y se une, amorosa o violenta, con los otros elementos: deslava la tierra, apaga al fuego y se encabrita cuando el viento transfigura su agitada superficie. El mar siempre está empezando, escribió Valéry, mientras que Walcott, en su playa de Santa Lucía, ve la luna como una tajada de cebolla cruda y, cuando se aleja de la playa, dice: “el mar todavía estaba ahí.”
En los autos sacramentales de Calderón de la Barca los elementos muestran sus emblemas. Tal vez el más apacible, constante y siempre nuevo sea el agua. Para vivir en el fondo del mar debemos estar muertos; ahí están los cuerpos de los náufragos, entre vegetaciones submarinas y flores extrañas.
Los poetas hacen su elogio y, como todos los hombres, lloran ante su falta o sus excesos. Hay distintas posturas frente a la lluvia: el citadino, ante las nubes plomizas, exclama: qué feo se está poniendo; el campesino, cuando las ve, piensa: qué bonito está el cielo. Luego todo depende de los vientos destructores o del misterio del embarazo de las nubes. Por todas estas características, el agua es nuestra fuente de vida, pedimos que venga o que se vaya: rain, rain, go to Spain, dicen los empapados ingleses, cansados de tanta humedad y sabedores de que el agua irá a aliviar las sequías españolas.
En las tradiciones populares el agua ocupa un lugar lleno de misterios. Dice Couliano, el gran colaborador de Mircea Eliade y distinguido historiador de las religiones, que en Oceanía, la tierra de los espectros, nuestro más allá, el Hades de los clásicos griegos, se encuentra en el agua, en el fondo del océano, o en un universo paralelo que repite, como en un espejo deformante, los elementos de la realidad. De ahí la extraña complicidad o la perversa concatenación de fenómenos como el terremoto y el tsunami que lo sigue. A esto hay que agregar el fuego del volcán y el viento que aviva las llamas, y nos encontramos a los elementos convertidos en ciegos enemigos, llenos de una crueldad infinita.
En la leyenda de Gilgamesh, esa Divina Comedia sumeria, como la llamó Couliano, aparece un hombre benefactor, Adapa, que da todos los días agua, pan y pescado a los habitantes de la ciudad. Fue un sacerdote de Erilu. Cuando el viento del sur vuelca su barca, Adapa maldice al cielo y al agua, y recibe el castigo divino por su insolente impaciencia.
(Continuará)
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