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Verónica Murguía
Nostalgia del mar
Pocas cosas eran tan emocionantes en la infancia como salir de vacaciones. Como tengo la suerte de ser hija de una yucateca, la palabra “vacaciones” estaba indisolublemente ligada a Puerto Progreso, donde todo era marítimo y tropical. Mi madre es intrépida: no conocer bien las carreteras del sureste no la arredraba. Dos veces al año empacaba hasta la escoba, subía a sus tres hijos a la Gremlin, ese estrafalario experimento de ingeniería automotriz, y se enfilaba a Yucatán.
Alguna vez tardamos cuatro días en llegar, lo cual aumentó muchísimo la expectación. Pasamos por Mérida como una ráfaga y nos fuimos directo al puerto. En Progreso todo se adereza con habanero y para apagar la enchilada había que beber Sidra Pino Negra –versión sureña y regional de la Coca Cola. Se desayunaba con Soldadito de Chocolate –un licuado embotellado–, dormíamos en hamaca con mosquitero y aplastábamos cucarachas voladoras a chanclazos.
Contarlo al volver, descascarándonos de tan asoleados, nos daba un aire de personas selváticas. Mis hermanos y yo, por el simple hecho de decir sargazo, nos creíamos Robinson Crusoe.
Los otros niños de la clase nos envidiaban, pues gracias a cierta estrofa de la canción “El cubanito”, misma que el salón entero coreaba cada vez que la maestra nos llevaba de excursión, todo el mundo sabía que en Progreso hay un muelle (“Cuando vayas a Progreso/ no te sientes en el muelle/ porque llega un tiburón/ y te muerde todo el/ cuuu…banito, sí señores”, etcétera) y pasar Semana Santa cerca de un muelle, con barcos y todo, tenía aire de fábula. Yo me encargaba de difundir que dicho muelle era de los más largos en el país y que en Progreso no había tiburones.
Esto último es mentira. Sí que los hay. En las tardes, cuando se acercaba la puesta de sol, a la que los yucatecos asisten con atención ritual mientras se beben una cerveza y se comen un panucho, nuestras madres nos ponían a mirar el horizonte para avistar a los bufeos. Los bufeos son delfines café oscuro, mansos y amigables. La aleta de la cola o aleta caudal de un bufeo parece la aleta dorsal del tiburón. Según las mamás, los bufeos nadaban en fila y desde la playa se podían ver las aletas describiendo graciosos arcos.
–Mira el bufeo, mira qué lindo –gritaban y nos empujaban la parte de atrás de la cabeza con la mano.
Los niños, no sé por qué, casi nunca los alcanzábamos a ver, pero fingíamos para no impacientarlas.
Esta ceremonia crepuscular duró como tres años, hasta que un día un bufeo le arrancó media nalga a un turista. Eran tiburones, como lo constató todo el puerto, cuando una lancha de la Marina salió a investigar. De vuelta al DF, al relatar todo eso, me cubrí de gloria, aunque nunca vi ni un delfín, ni al tiburón, ni al pobre hombre que mordieron.
Una de las casas que mis padres alquilaron para Semana Santa tenía techo de guano. Fue muy interesante, porque de entre el guano cayeron cucarachas, alacranes, ciempiés, arañas, gorgojos, polillas y hasta alguna cuija. Entre los insectos hubo una mantis religiosa que nos hipnotizó por la forma de mover la cabeza y la fuerza extraordinaria de las patas (le acercábamos el índice y la mantis lo jalaba).
Claro que cuando aterrizaban sobre nosotros, gritábamos de pura ñáñara y mi madre tenía que exterminarlos, pero al referirlo omitíamos mencionar nuestra cobardía. En nuestras narraciones no matábamos a los insectos: los tomábamos delicadamente y los sacábamos de la casa.
El año del techo de guano, hubo un calor tan inclemente que nos dio por meter las pijamas húmedas al refrigerador unas horas antes de dormir. No sirve de mucho, pero el momento en el que la tela mojada toca la piel ardorosa por el sol, es una gloria. Lo malo es que a los veinte minutos parece que uno sudó mucho y hay que poner la pijama a secar.
En la noche, al caminar junto al mar, buscábamos grumos de fósforo para arrojarlos al agua y hacerlos destellar. Claro que si uno abría la boca para celebrar tanta belleza, se comía cien mosquitos.
Yo no sé lo que daría por volver a pasar unos días como ésos. Pero Progreso, destruido por Gilberto y golpeado por otros huracanes, ahora es mucho más cosmopolita y grande; la luz de México ya no es tan luminosa y yo, que creía que lo peor que podía pasar era confundir a un tiburón con un delfín, ahora sé que hay gente más peligrosa que cualquier tiburón, y que andan por este país haciendo lo que se les da la gana.
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