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La mitología, no importa de qué cultura se trate, genera siempre esa fascinación ubicada entre lo sagrado y lo profano, lo literal y lo metafórico, que logra transformar las leyendas folklóricas en canteras inagotables de sentido. El mito es algo complejo, ubicado más allá de lo verdadero y lo falso que, anulando la teoría del tercero excluido, nos permite tener otra visión del mundo en el que vivimos.
Ya sabemos, por ejemplo, que Friedrich Nietzsche trabajó sobre las figuras de Apolo y Dioniso para elaborar su teoría sobre el nacimiento de la tragedia griega. Pero fuera del ámbito académico es difícil encontrar a gente que conozca a Gilbert Durand y sus teorías de l´imaginaire, en las cuales el territorio de lo imaginario aparece, por primera vez, diferenciado del bagaje de ficciones que posee cada comunidad. Se define así como el conjunto de imágenes mentales y visuales mediante las cuales el individuo, la sociedad y el ser humano en general organiza y expresa simbólicamente su relación con el entorno. El motor que anima ese sistema simbólico es la primera contingencia con la que se encuentra el individuo, su propia caducidad, la muerte que le impone un tiempo cronológico o devorador. Las estructuras conforme a la cuales las imágenes se organizan, son las que ofrecen las narraciones míticas.
Pensando al hombre como homo symbolicus tanto Durand como Claude Lévi-Strauss, constatan que la expresión del mito no puede ser reducida a estructuras lingüísticas. Tampoco admite la traducción. Sólo el relato, la ficción, la imagen y, sobre todo, la experiencia dan cuenta de la naturaleza del mito y lo imaginario. La conocida sentencia de Wittgenstein, “de lo que no se puede hablar, hay que callar”, se hace viva en los confines de esa traducción. La imagen no puede ser reducida a una estructura lingüística, a una serie de filiaciones históricas o a un encadenamiento de significados.
Sólo la imagen puede explicar la imagen y confesar la imposibilidad de una aprehensión total. Esta necesidad de la imagen como instrumento de análisis está ausente de la tradición dominante de estudio de las imágenes, así como de buena parte de la semiótica de los años sesenta y setenta. Por el contrario, aparece en la confluencia del universo figurativo de las nuevas sociologías y las nuevas críticas.
Otros dos dioses
Pensando en las figuras de Prometeo y Hermes, Durand sostiene que el fin del siglo XX estuvo marcado por el cuestionamiento a una cultura prometeica de la racionalidad, caracterizada durante largo tiempo por una suerte de voluntarismo progresista. Este modelo está siendo reemplazado por el paradigma de Hermes que da lugar a una racionalidad lábil, muy ligada a estructuras lógicas-formales con una confianza en las virtudes de la demostración y de la verificación experimental que ha servido de referencia a las filosofías de los siglos XVII al XIX (la semiología entre ellas). Pero también esa misma racionalidad lábil integra muchas clases de representaciones y de acontecimientos no-racionales y subjetivos (intuiciones, afectos, imágenes), que valorizan la argumentación, la retórica, la dialéctica. Por eso resulta indispensable volver a orientar la imagen visual y la metáfora hacia sus potencialidades originarias, para dialogar de manera nueva con el conjunto de sistemas de pensamiento del mundo. Porque la imaginación produce sus obras con fines estéticos o lúdicos, pero participa también de fines cognitivos (ayuda a pensar) y de fines pragmáticos (motiva y orienta nuestras acciones individuales o colectivas).
Para comprender este cambio de paradigma debemos tener en cuenta, aunque más no sea en forma rudimentaria, quiénes son estas dos divinidades.
Prometeo es un titán que siempre hizo uso de su libre albedrío y nunca siguió doctrinas partidarias. En la época de las grandes luchas cósmicas entre Cronos y Zeus, Prometeo abandonó a sus hermanos titanes y, aliándose con los nuevos dioses olímpicos, les permitió ganar la batalla. Más tarde, contradiciendo las órdenes de Zeus, entregó el fuego a los hombres, dando paso a toda la era científico-tecnológica que llega hasta nuestros días.
Hermes, por otra parte, es uno de los dioses jóvenes del Olimpo, hijo de Zeus. Es el dios que rige y protege los caminos y los caminantes. Por lo tanto, es el patrono de los viajeros, desde aquellos puramente mundanos como los ladrones y los vagabundos, hasta esos otros que emprenden su última procesión: la que va de la vida hacia la muerte. Fieles a las tradiciones hospitalarias, aquellos peregrinos que eran hospedados en tierras extrañas, compartían con los anfitriones en su partida un symbolo o símbolo: partían una medalla por la mitad, quedándose cada uno con una parte. Así, sus descendientes sabrían que esas familias estarían reunidas eternamente por lazos de hospitalidad.
El símbolo es, entonces, la evidencia de un lazo. La parte que se conserva como evidencia de la parte que falta y que, por más que no la veamos, sabemos que existe, que es real, que completa aquello que sí tenemos.
El teatro y el imaginario
En el mundo occidental, se ha identificado tradicionalmente la interpretación con la búsqueda de un kerygma, un “sentido latente a la espera de ser interpretado” (Bordwell). A menudo el estudio de la imagen se ha comprometido con esa expectativa de revelación.
Ilustraciones de Gabriela Podestá |
El desarrollo de la reproducción de la imagen, por una parte, y de las tecnologías que permiten transmitirla, por otra, ha provocado lo que Gilbert Durand denomina un “efecto perverso”. Esto sucede porque, mientras que la pedagogía positivista que sustenta las ciencias humanísticas conserva un principio de desprecio hacia las imágenes (iconoclasia), las imágenes visuales o “visibles” impregnan cada una de las actividades humanas. Y no sólo por el cine y la fotografía pues el teatro es, antes que nada, imagen. Ya sea la del telón cerrado, la de la plaza pública, la de una luz atravesando el escenario, el teatro es imagen antes de ser palabra. Por lo tanto, los estudios teatrales deben ampliarse de modo tal de integrar el conjunto de imágenes mentales y visibles mediante las cuales el individuo se relaciona con el entorno.
Sin embargo, por causas diversas, la civilización occidental ha propiciado una desvalorización de la imagen y, en consecuencia, del teatro. Una de esas causas es que la imagen se abre a la descripción o a la contemplación, pero no admite ser reducida a un sistema silogístico. Su ambigüedad no encuentra lugar en la lógica binaria heredada de Aristóteles y de la escolástica medieval. La doctrina de santo Tomás de Aquino sostiene que la razón argumentativa es el único modo de acceder o legitimar el acceso a la verdad. Su herencia se expande en el siglo XVII a través de Descartes y de un método único para develar la verdad en las ciencias. Ese es el paradigma que los estudios humanísticos recogen y que excluye, de modo inevitable, lo imaginario y la aproximación poética.
Frente a esta inhibición de la imagen, se sucede a partir de Platón una serie de ciclos resistentes de lo imaginario en el pensamiento occidental. De ahí que los estudios teatrales supediten cualquier posibilidad de análisis a un trabajo de investigación sobre el texto. Partiendo de la Poética, de Aristóteles y, en algunos casos sosteniendo ello hoy en día, pareciera ser que no existe teatro sin literatura dramática.
Tanto es así, que la idea de que el teatro es texto (principalmente texto dramático) y lo demás son manifestaciones parateatrales, no surge solamente en los estudiosos, sino también en los propios artistas. Hace muy poco tiempo, el brillante actor argentino Óscar Martínez, quien en la última década incursionó con notable éxito en el campo de la dramaturgia y la dirección, afirmaba: “Yo creo, y lo dije antes y después de escribir, en el teatro de texto, en las obras de texto. Lo que queda del teatro del mundo son los autores: Sófocles, Chéjov, Shakespeare, Miller, Ibsen, Beckett, Pirandello, Strimberg. El gran teatro es el que está escrito, y los actores y los directores precisamos de buenos textos [...] Es que no creo en las creaciones colectivas ni en esos zafarranchos que se arman, de los que puede salir algo bueno alguna vez.”
En ese alegato se evidencia uno de los problemas más importantes que tiene el teatro: su carácter efímero. Martínez sostiene que el gran teatro es el que está escrito, y eso lo sabemos porque el texto es, en definitiva, “lo que queda del teatro”.
Perdurar
Vencer al tiempo parece ser la máxima aspiración del hombre desde épocas inmemoriales; vencer al tiempo como una manera de vencer a la muerte, de garantizar que quede algo de nosotros una vez que nos hayamos ido.
Pero la paradoja es que nacer significa, para cualquier ser viviente, estar irremediablemente destinado a la muerte. El problema específico en el hombre es que tiene conciencia de ello. Por este motivo, desde diversos fundamentos de la cultura, hemos tratado de subsistir en el tiempo. Sin embargo, más allá de todos estos intentos, no podemos evadir el hecho de pertenecer a una cultura viviente, de ser entes efímeros y el teatro, en tanto acontecimiento, nos recuerda permanentemente esto. ¿Dónde se va la obra cuando ya no se representa, cuando la función se termina, cuando baja el telón? Queda el texto, pero ¿y lo demás?
El teatro por ser aurático, por ser exclusivamente un aquí y ahora, va desapareciendo en su propio acontecer,… igual que los hombres. En este sentido, vivir es morir. En este sentido, hacer teatro es generar un acontecer efímero. Y el acontecimiento está antes que nada; es condición de posibilidad para que cualquier otra cosa ocurra. Antes del signo está el ente; y el ente teatral, en tanto acontecimiento, es inaprensible, no se puede capturar ni envasar, porque ante todo y como condición de posibilidad, el teatro es una vivencia. Dice Ricardo Bartís que “el teatro es una performance volátil, una pura ocasión, es algo que se deshace en el mismo momento en que se realiza, no queda nada de él y está bien que eso suceda, porque lo emparenta entonces profundamente con la vida, no con la idea realista de una copia de la vida, sino la percepción de la vida como elemento efímero, discontinuo”.
Asumir esta realidad permite redimensionar el valor del texto. Es verdad, la literatura queda, ¿pero es ciertamente lo más valioso del teatro? Si así fuese, cualquier puesta en escena de una obra de Shakespeare debería ser sublime. Si esto no es así, ¿se debe a que Shakespeare es un mal dramaturgo? ¿O el problema fue el acontecimiento?
Porque además, si lo que vale del teatro es el texto, es mucho mejor leerlo en la comodidad del hogar.
Pero también puede pasar que estemos en presencia de un gran dramaturgo, con un excelente director y un reconocido elenco, los rubros técnicos precisos y eficaces… y que a pesar de todo eso en términos de acontecimiento no ocurra nada más que aburrimiento; o parafraseando a Frederick Jameson, una parálisis del goce de vivir. Y esto acarrea otro problema.
A partir de mediados del siglo XX, y gracias a la incorporación del corpus teórico y metodológico de la semiología, la puesta en escena cobró relevancia y autonomía. Sin embargo, la lectura del teatro como sistema complejo de signos llevó a un desarrollo en donde se primó el nivel descriptivo por sobre cualquier otro. Asimismo, al utilizar casi como sinónimos los términos “puesta en escena”, “representación”, “texto espectacular” o “texto tercero”, la semiología también dejaba entrever su deuda con la narratología, lo que hace que los estudios teatrales no puedan evadir el textocentrismo.
Otra vez se esconde el acontecimiento, ya no debajo de una pila de textos, sino debajo de una montaña de signos. “La noción del obstáculo epistemológico puede ser estudiada en el desarrollo histórico del pensamiento científico y en la práctica de la educación”, afirma Gastón Bachelard. Las ideas previas pueden ejercer una potente influencia que puede limitar el proceso de aprendizaje, por lo que “en la formación del espíritu científico el primer obstáculo es la experiencia básica”. Esto carga de subjetividad las observaciones y se pueden tener concepciones erróneas, ya que las cosas se ven tal como nosotros queremos verlas y no como realmente son. Una de esas concepciones inducidas en términos de teoría teatral consiste en creer que el teatro es texto o, más bien, que cualquier cosa en el teatro se puede leer como texto (luces, vestuario, escenografía, etcétera). Y esta es una creencia inducida debido a procesos de socialización de la semiología.
Asimismo, y considerando el complejo panorama actual del teatro, al explicar mediante el uso de generalizaciones un concepto, se cae la mayoría de las veces en equivocaciones, porque los conceptos se vuelven vagos e indefinidos, ya que se dan definiciones demasiado amplias para describir un hecho o fenómeno y se dejan de lado aspectos esenciales, los detalles, que son los que realmente permiten exponer con claridad y exactitud los caracteres que admiten distinguirlos y conceptuarlos correctamente. Muchas veces se dan falsas definiciones, que lejos de construir un concepto científico se vuelven hipótesis erróneas. Grandes teorías teatrales, absolutamente autosuficientes en su estructura lógica, entran en conflicto al pretender pensar las prácticas. Por ejemplo, aquellas que sostienen la muerte del personaje en el teatro.
Tal como lo afirma Bachelard, el conocimiento general se convierte en un obstáculo epistemológico en el proceso de construcción del conocimiento científico, debido a que “la utilidad ofrece una especie de inducción muy particular que podría llamarse inducción utilitaria. Ella conduce a generalizaciones exageradas”. Esto obviamente lleva a concepciones erradas y reduce notablemente el significado del concepto, por lo que “nada ha retardado más el progreso del conocimiento científico que la falsa doctrina de lo general que ha reinado desde Aristóteles a Bacon inclusive, y que aún permanece, para tantos espíritus como una doctrina fundamental del saber”
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