Portada
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Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Bitácora Bifronte
Ricardo Venegas
Hablo...
Manolis Anagnostakis
Ritual
Salvador García
Con la música a otra parte (la lírica migrante queretana)
Agustín Escobar Ledesma
Fechas como cortes
de caja
Raúl Olvera Mijares entrevista con Rafael Tovar y de Teresa
El otro Melchor
Orlando Ortiz
Del imaginario y
otras teorías
Natacha Koss
Se toca lo que se escucha
Alain Derbez
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Columnas:
El sobreviviente
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Las Rayas de la Cebra
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Hugo Gutiérrez Vega
El museo de las frases
El excelente Cuarteto Mondriaan de Ámsterdam se mueve por todo el escenario y forma parte de la acción de la obra Eraritjaritjaka (museo de las frases) dirigida por el genial (uso la palabra con todo su peso) Heiner Goebbels, y presentada en el Teatro Julio Castillo dentro del Festival de la Ciudad de México que este año, a pesar de la lentitud con que fluyó el cada vez más cariacontecido subsidio, nos trajo sorpresas y novedades notables, entre otras la de esta obra que Miguel Ángel Quemain llama, con precisión indiscutible, “carnaval de géneros”. Todas las formas de expresión artística: la música, el teatro, el video, la plástica, la iluminación, la escenografía, la sala donde se desarrolla la función, el vestíbulo del teatro, una camioneta, el apartamento y la panadería de La Condesa, los textos prodigiosos de Elías Canetti, la voz milagrosa y la gesticulación moderada y exacta de André Wilms, la perfección del francés, el alma precisa de la lengua alemana hablada y escrita por un sefaradita de Roustock, Bulgaria (del otro lado del Danubio se extiende la belleza decadente y la enorme pobreza de la Russe rumana) que entró al mundo alemán gracias al magisterio (con todos sus matices) materno... Todos estos elementos se juntan armoniosamente en una obra que, a pesar de las declaraciones de algunos críticos cuaternarios, es y seguirá siendo teatro en el sentido más estricto del término. Teatro nuevo, pendiente de una redefinición de los tratados de la puesta en escena. De momento, como el gato gracioso de Lezama Lima, nos encontramos con un hecho que, como la poesía, escapa cuando estamos a punto de encontrar su “definición mejor”. Tal vez esta imprecisión constituya el elemento esencial de una obra de teatro que busca su definición sin darse cuenta de que se plasma en esa confluencia de géneros, esa que señala rumbos al nuevo teatro y desata todas las ataduras impuestas por la tradición o, lo que es peor, por la rutina que embota la imaginación y, por razones comerciales, repite ad nauseam las fórmulas manidas y los procedimientos que dan al público la amodorrada seguridad de lo recorrido sin hacer un esfuerzo mental, sin enfrentarse a sorpresa alguna.
El cuarteto toca música de Shostakovich, Mossolov, Sulsi, Bafanov, Bryars, Ravel, Crumb, Bach, Oswald y Goebbels. En la pantalla aparecen las frases de Auto de fe y de Masa y poder, de Canetti, y Wilms las dice en un francés rico en matices y sonoridades. El escenario, gracias al acertado juego de luces, se abre o se cierra al conjuro de los aforismos canettianos; aparece una casita proveniente del reino subterráneo de la Alicia..., del reverendo Carroll que, al poco rato, crece y se convierte en un departamento de los edificios Condesa. Wilms, ya en video, sale del escenario y se inventa otro escenario en el foyer del teatro, en las calles de la ciudad y en el apartamento de los Condesa (antes Peyton Place según las malas lenguas sesenteras) donde, en soledad apenas rota por la voz de un niño admirador de China, y por las palabras de una mujer desconocida por nosotros y conocida en el pasado por el actor, que pica cebolla, rompe dos huevos y se hace un omelet que apenas prueba porque otra cosa de la vida cotidiana se apodera de su atención: la lectura de La Jornada de ese día. Tiene razón Quemain cuando nos habla del Dios que se está formando mientras la acción (la vida de los hombres) transcurre con lentitud solemne o con celeridad cómica. Tenemos que vivir esperando que esa figura divina adquiera su forma definitiva a través del acontecer humano. Lo más que podemos decir es el verso lleno de quejas y de esperanza dirigido a la figura paterna por excelencia, que escribió Robert Frost ya casi al final de su larga vida: “Oh God, pay attention to me.”
Goebbels y Canetti especulan sobre la moral que debe regir las vidas humanas y que debe asumirse como un hecho cotidiano. Estamos frente a la verdad escénica lograda en plenitud por Wilms. Desde una ventana iluminada de su casa de La Condesa, se despide con estremecedora sencillez. Goebbels reflexiona sobre los muchos lenguajes de la expresión artística y, a su manera, continúa la tradición (y lo hace así al romperla) del teatro alemán. Wilms vive su papel, el equipo técnico se pone al servicio de la obra y las voces de Canetti siguen llamando al ser que pueda decirnos cuál es el significado de la vida diaria.
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