Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 1 de mayo de 2011 Num: 843

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora Bifronte
Ricardo Venegas

Hablo...
Manolis Anagnostakis

Ritual
Salvador García

Con la música a otra parte (la lírica migrante queretana)
Agustín Escobar Ledesma

Fechas como cortes
de caja

Raúl Olvera Mijares entrevista con Rafael Tovar y de Teresa

El otro Melchor
Orlando Ortiz

Del imaginario y
otras teorías

Natacha Koss

Se toca lo que se escucha
Alain Derbez

Leer

Columnas:
El sobreviviente
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
Núm. anteriores
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Ilustración de Richard Colman

Ritual

Salvador García

Mi primer servicio fue a los once años. “Servicio”, así nos enseñó mi padre a decirle al negocio y seguramente se lo escuchó al abuelo, como tantas y tantas palabras que heredamos. Muestra de que las personas mueren, las palabras no… si lo sabré yo. En ese entonces todo era un juego. Sí, un juego, pero un juego místico con dejos de ritual que se sucedía en silencio. El idioma sólo era utilizado para lo indispensable, para pedir algún instrumento o algún líquido. Creo que por eso nunca tuve mucho que decir. En la escuela incluso me apodaron el Mudo. Me importaba poco. No comprendían que el idioma es divino y no se debe malgastar en estupideces. Y cómo decirlo sin recordar la voz de mi madre recitando el Evangelio de San Juan antes de sentarnos a la mesa: “En el principio la Palabra existía/ y la Palabra estaba con Dios,/ y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios./ Todo se hizo por ella/ y sin ella no se hizo nada de cuanto existiese.”

De esa mujer aprendí que la palabra es creadora, sagrada; cómo desperdiciarla entonces en frases mudas, de ésas que no dicen nada pretendiendo decirlo todo. Por eso mismo en la casa estaba prohibido hablar durante la cena si no se tenía nada interesante que contar o, más bien, si no se tenían las palabras justas para contar cualquier cosa. Los ocho hijos, incluido yo, teníamos que convertirnos en verdaderos zahoríes para hallar en el terreno yermo del lenguaje común el manantial de fonemas exactos, precisos, tan precisos como para hacer brillar los ojos del hombre delante de nosotros que, como buen exégeta, analizaba minuciosamente (me atrevería a señalar, que degustaba) cada elocución salida de nuestras bocas y, al final, una sonrisa noble nos hacía entender que estábamos cada vez más cerca de expresarnos como él quería.

–Le llevé dos versos del libro de Rumi que tienes bajo el ropero, pero pareció importarle poco. Me puso seis.

–¿Y qué hiciste?

–Le dije: “Maestra, esto es una humillación, no para mí sino para la poesía.” Entonces terminó reprobándome por mi “actitud retadora”.

Volvió su cabeza hacia mis manos y después miró mi rostro. “Mañana no vas a la escuela. Te quedas conmigo.” Pero en ese momento yo no percibí esas órdenes, escuchaba solamente “estás listo, estás listo, estás listo…” y con el eco de esas palabras me cobijé en el sueño.

El servicio comenzó a las siete de la mañana con un proceso lento, minucioso, casi artesanal. El cuerpo era preparado lo mejor posible, siempre con un respeto absoluto y por supuesto en silencio. No era la primera vez que veía un cadáver, pero sí la primera que lo sentí entre mis manos y tuve que romper algunas articulaciones para que las extremidades embonaran en las ropas que tenían dispuestas los familiares. El ser humano se palpa tan débil en ese instante, tan lejano; más débil aún que durante el nacimiento, carente de todo sentido, carente de voz. El momento que me parecía más penoso se daba casi siempre en el cementerio, donde teníamos que cobrar los honorarios a los deudos, quienes entre la tristeza, el agotamiento y la desesperanza pagaban con billetes humedecidos por el llanto. Ese era el dinero que sustentaba a mi familia, lo supe en aquel primer servicio y tal vez precisamente por el develamiento, la cena me pareció demasiado salada. Creí que comía lágrimas derramadas por alguien más.

Después todo se volvió más fácil y más rápido. Los otros hermanos fueron agregándose poco a poco y aunque algunos abandonaron el oficio, no faltó quien abriera su propia funeraria. Yo pretendí convertirme en sacerdote y ya era casi experto en latín cuando falleció el viejo y tuve que regresar del seminario para hacerme cargo del negocio. Lo único que nunca pude superar fue la mirada de las personas cuando llegaba a realizar algún trabajo. Me miraban con pena, compadeciéndome por realizar aquella labor. Yo permanecía callado, ahogando las ganas de reclamarles esos pensamientos hacia mi persona. Hacerles comprender que lo innatural era permanecer horas y horas aprisionados en las oficinas frente a las pantallas, en los bancos haciendo cuentas que al final de la jornada quedarían borradas por el tiempo, como el sujeto mismo que se atrevió a pensar que esa labor tenía alguna importancia. Lo mío en cambio era necesario e imprescindible. Ninguna persona se ha atrevido a señalar jamás no haber pensado en su muerte, en su funeral. El jaque puede llegar en cualquier momento de la vida y en cualquier momento hay que estar preparado para disponer las exequias. Era lo que no comprendían. Esto es un trabajo de la vida, no de la muerte.

Lo más difícil ocurrió siempre en el hospital general. El papeleo y el traslado de los cuerpos desde el sótano hasta el estacionamiento se volvía engorroso, cansado. Aunque también el depósito de cadáveres era un lugar único. La sorpresa de las enfermeras cuando me veían entrar con comida hacia la morgue era de lo más divertido. En un trabajo de veinticuatro horas es necesario tomar de vez en cuando algún descanso incluso para comer y no había otro espacio más idóneo que aquel donde la oscuridad era la constante, donde se degustaba el silencio. El sótano del hospital siempre me gustó, pero ahora, desnudo sobre la plancha y con la cicatriz de la necropsia, no se ve igual.