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Verónica Murguía
Postales egipcias
Para Pilar
Hace dos años fui a Egipto. Fue un viaje que no planeé (si yo planeara los viajes, jamás saldría de la delegación Coyoacán) y del que regresé feliz. No había escrito una sola palabra acerca de esa aventura porque me daba miedo no hacerle justicia a mi acompañante, la encantadora y gentil P, o al país, el caótico, maravilloso, terrible e insondable Egipto.
Ahora me aviento porque siento nostalgia y el noticiero me entristece. Los egipcios merecen vivir mejor y, aunque la frase es tan manida, un gobierno más justo. Nadie los puede acusar de impacientes: Hosni Mubarak lleva el mismo tiempo en el gobierno que lo que duró ¡don Porfirio! Espero, sobre todo por las mujeres, que el país se incline por una democracia secular, pero ahora mismo, mientras redacto estas líneas, muchos futuros, entre ellos la sharia, parecen posibles.
Egipto me resultó al mismo tiempo familiar y extrañísimo. Su pasado, como el nuestro, es venerable, apreciado por los arqueólogos, los aficionados al New Age y muy lejano. Allá, como aquí, los turistas llenan los sitios arqueológicos con la intención de captar buenas vibras. En su mayoría ignoran todo acerca de lo que tienen enfrente.
Gizah, donde están las pirámides, está lleno de guías que dicen las mismas locuras y venden las mismas artesanías híbridas que en Teotihuacán. Claro que el modelo de pirámide es distinto. Allá venden papiros hechos con hojas de plátano y escarabajos de yeso, aquí se venden amates y diosecillos de pasta adornados con canicas. Pero prefiero no burlarme de los japoneses que vi en Karnak girando siete veces alrededor del dios Thot, pues si soy franca, reconoceré que yo estaba tan boquiabierta como ellos.
El cielo de mi recuerdo es el más azul que he visto. Bajo ese azul cerúleo se alzaba el templo, monumental y grácil. Los dioses, altísimos, esbeltos, enzarzados en la eterna lucha del Bien contra el Mal.
A lo lejos, la melancólica cadencia del muecín. Me esforcé por encontrar un asidero mental, pero no lo hallé: al pensar en los rascacielos de otras ciudades me parecieron feos. Pero luego uno regresa a El Cairo y la particular versión del siglo XXI que prevalece allí. Entonces casi cualquier ciudad que uno recuerde parece más armoniosa. Hasta el Distrito Federal, aunque pocas son tan dinámicas y vivaces como la antiquísima capital de Egipto.
Cuando uno llega a El Cairo, el tráfico parece normal, pero poco a poco se da cuenta de que no hay semáforos –en toda la ciudad apenas hay una decena–, y que los conductores egipcios manejan como si estuvieran bailando la conga en una fiesta y los coches estuvieran hechos de goma. El claxon hace las veces de señalamiento. Dos pitidos breves, pip pip, significan, creo, quítate. Uno breve y uno largo, pip piiip, ahí te voy . Dos largos, piip piiip, voy derecho no me quito. No me tocó ver un solo choque, aunque P y yo anduvimos con taquicardia todo el tiempo, pues en esas calles de Alá se participa con frecuencia en una versión automovilística del gallo gallina de nuestra infancia.
Pocas casas están pintadas. Preguntamos y nos dijeron que el viento y la arena acaban con la pintura en meses. Las mezquitas contemporáneas, casi todas feas, compiten por el espacio con las antiguas, polvorientas y hermosas. Aquí un montón de ovejas sobre una banqueta, allá un carrito pintado de colores tirado por un burro diminuto. El señor que lo conduce va acomodado sobre una montaña de alfalfa y va conversando a gritos por teléfono celular. Algunas muchachas esperan el camión. Una fila de ancianos sentados en sillas plegables contempla el tránsito como si fuese un río. En una mano tienen un vaso (ubicuo) de té negro, en la otra la pipa del narguile.
Como en México, hay un machismo rampante que puede estar complicado por la religión. Comprobé que aquellos que pasan los días en la mezquita y llevan con altivez la marca de la alfombra en la frente, suelen ser agresivos y displicentes con las mujeres.
Pero la mayor parte de la gente que conocí me pareció cálida, generosa: el mesero sonriente; el vendedor del barrio copto que afirmaba que en el Corán estaba la respuesta a todas las preguntas; los niños, esos niños de ojos enormes que parecen gacelas y que venden baratijas en cinco idiomas; la familia que nos invitó a su mesa para celebrar el cumpleaños de la hijita menor; las mujeres, tímidas y sonrientes.
Ah, Egipto. Ojalá te vuelva a ver.
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