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John Irving, la lupa estadunidense
Ricardo Guzmán Wolffer
Entre muchos autores célebres por la mirada crítica a Estados Unidos (Norman Mailer, Philip Roth, etcétera) destaca John Irving, quien ha triunfado como guionista cinematográfico, pero cuyo verdadero análisis de la cotidianeidad estadunidense reside en sus novelas. Habrá a quien no le interese una nueva mirada sobre los vecinos y sus dificultades habituales, pero la calidad de la prosa de Irving sería suficiente para interesarlo en este autor cuya segunda novela, La epopeya del bebedor de agua, fue publicada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en su colección Fin de siglo, en 1990.
Foto: Juergen Frank |
La evolución literaria de Irving es destacable. Su primera novela, Libertad para los osos (1968), narra las peripecias de unos viajeros motociclistas por Europa. Por momentos el tono de sus textos llega a ser humorístico, como en La epopeya del bebedor de agua (1972) y en la filmada y exitosa El mundo según Garp (1978). En la primera, un hombre con varios problemas personales, debe beber agua para sanar de una dolencia; en la segunda, el escritor Garp nos da su visión de lo que le rodea. La producción de Irving es amplia y sus temáticas atacan la visión estadunidense aun cuando la acción narrativa esté en Europa (Hasta que te encuentre, 2005) en cuya trama un actor busca a su padre desconocido al recorrer los países en los que su madre trabajó de tatuadora; o en India (Un hijo del circo, 1994) novela en la que un médico escribe guiones cinematográficos y auxilia a aclarar un asesinato. La aproximación a la identidad estadunidense puede ser sutil (La cuarta mano, 2001), novela en la que un periodista pierde una mano y a quien le implantan otra, con lo cual el personaje reflexionará sobre las maneras de interrelacionarse con las mujeres. Pocas veces el personaje central es femenino (Una mujer difícil, 1998), pero la trama suele girar sobre escritores, ya literarios, ya guionistas. Irving, como todos los literatos, escribe de sus propios caminos. La lectura de su obra habrá de plantearnos varios niveles de cohesión estadunidense que pueden definir a ese país dominante con el que durante siglos hemos tratado de convivir. Para ello, el libro de Irving que muestra un análisis directo, casi como una vivisección quirúrgica del mundo estadunidense, es Oración por Owen, 1989.
Estados Unidos, como todo país, tiene regiones diferenciadas por su desarrollo industrial, por su cultura, por sus costumbres y hasta por el tipo de habitantes; empero, hay un sustrato común en este país que ha privilegiado lo militar sobre lo económico, lo financiero sobre lo cultural y lo privado sobre lo público. Owen Meany, personaje ficticio, muestra muchas características del pueblo estadunidense.
Owen Meany es un niño de escasa estatura, cuya voz es de un tono tan alto que, dice el narrador, sólo podría escribirse con mayúsculas: así aparecen sus intervenciones en la novela. Escoger una religión, nos cuenta Owen, es un paso que cambia la vida, las actividades sociales y hasta la forma de integrarse a la sociedad. El narrador es John Wheelwright, descendiente de los peregrinos europeos que llegaron a EU en el mítico barco Mayflower para formar las entonces colonias británicas. Irving plantea cómo a los estadunidenses, más que lo económico, les importa la estirpe. ¿A quién le sorprende que los estadunidenses sean racistas, clasistas? Así son las cosas, ¿qué se le va a hacer?, parecen decirnos el autor y su personaje.
La trama central es la relación entre el noble Wheelwright y su amigo casi proletario, cuya familia no puede pagar educación privada. Por eso, la abuela Wheelwright paga a Owen la matrícula, ropa y otros requerimientos escolares. Pronto vemos que atrás de ese niño hay un pensador implacable que no deja de analizar y pronunciar sentencias fulminantes. Al entrar a la preparatoria se ubica en el periódico escolar como La Voz y desde su tribuna escolar arrasa con maestros, políticos y quien se le ponga enfrente. A pesar de que en la novela hay escenas magistrales que hacen referencia a Charles Dickens y su obra navideña por excelencia, Canción de Navidad (donde Owen electriza de terror a los espectadores con su muda interpretación del fantasma de las navidades futuras), es difícil dejar de relacionar a este Meany con el pequeño Óscar de El tambor de hojalata, del nobel Günter Grass, cuya voz también era singular.
Quizá el rasgo más destacable de la novela es que tanto Owen como otros personajes creen tener una misión divina, como muchos políticos y empresarios estadunidenses. Desde el discurso del destino manifiesto, con el que los gringos han rasurado a nuestro país e incluso han intentado hacerlo en otras latitudes, hasta la oración visible en sus billetes, In God we trust, ese sentimiento que parece justificar cualquier exceso lleva al menos cierto sentido a la existencia propia. Pero Irving no se deja engañar. En algún momento de la representación dickeniana, Owen alucina haber visto la fecha de su muerte. Ello se cumple, pero no de la forma esperada. Owen hace todo lo posible para ir a Vietnam –aunque su estatura no lo ayuda–, pues tiene la certeza de que morirá salvando a niños vietnamitas. Al final, al salvar a unos niños refugiados en territorio gringo, muere por culpa de un palurdo proletario cuya estulticia le impediría entrar al ejercito, pero cuyo odio hacia los “amarillos”, que representan a cualquier extranjero, no le impide actuar en nombre de “la libertad”.
Con una narrativa impecable y un desarrollo argumental sorprendente, Irving nos recuerda que atrás de cualquier buena intención gringa, está la intolerancia y la capacidad de la violencia gratuita y absurda. Resulta una metáfora perfecta que La Voz, quien obtiene becas para todas las universidades importantes gringas, muera a manos de un loco.
Leer a John Irving nos recuerda el poder de la escritura y cómo su búsqueda en las entretelas conceptuales de su país puede reflejarnos como lectores.
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