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Francisco Torres Córdova
Hacer un verso
Una palabra que puede generar una frase, que puede llegar a ser un verso, que junto a otros tal vez levanten un poema; en medio cierta habilidad natural o aprendida con el lenguaje, una elemental o buena formación en el estudio de los recursos de la retórica, suficiente práctica en los formas de versificación y de la estrofa, de las clásicas a las modernas o libres, una aceptable intuición del ritmo, buenas lecturas, tenacidad, paciencia.... Y sin embargo, el verso lleno de sentido parece resistirse: para que se escuche el “escándalo milagroso de la palabra humana”, como dice George Steiner, se requiere de mucho más, es decir, silencio; ese silencio primordial que conmueve a la materia de la vida, que es precisamente lo que en el verso la palabra busca y reconoce, y que acaso apenas alcanza y apenas articula. Porque sin la pausa mínima y abismal de ese silencio entretejido en la singular secuencia de un verso, las palabras ya no piensan, ya no escuchan y por lo tanto se empantanan, se funden en una masa amorfa y muda. En rigor, la mínima distancia entre la palabra y el verso o el poema es un espejismo. En la mancha de tinta en la página, se engaña al ojo que lee para alumbrar al ojo del alma que insiste en la escritura, que la hace, la concentra y la desata. Entonces el verso, hecho de palabras, parece estar en otra parte, o bien, las palabras ya no son lo que solían, sino tal vez un borde, un cerco que delinea el espacio de sentido, para que contra sus muros golpee el rumor del soplo de la vida, del espíritu. Rilke lo describe así: “Para escribir un solo verso es necesario haber visto muchas ciudades, hombres y cosas [...] Es necesario tener recuerdos de muchas noches de amor, en las que ninguna se parece a la otra, de gritos de parturientas y de leves, blancas, durmientes paridas que se cierran. Es necesario haber estado al lado de los moribundos, haber permanecido sentado junto a los muertos, en las habitaciones con las ventanas abiertas y los ruidos que vienen a golpes. Y tampoco basta tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar a que vuelvan. Pues lo recuerdos mismos no son aún esto. Hasta que no se convierten en nosotros, sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se les distingue de nosotros mismos, hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de ellos se eleve la primera palabra de un verso.” (Los apuntes de Malte Laurids Brigge.)
En esa “hora muy rara” el sentido se concentra y se desdobla en la palabra que hará el verso que, quizás, hará el poema. Pero para eso, entonces, la palabra ha de ser la más precisa. Y ni una más, ni una menos; como diría nuestro Ramón López Velarde: habrá de expulsarse cualquier sílaba ociosa.
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