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Ver Amberes
Rodolfo Alonso
En realidad, todo esto es como un sueño: una espiral de tiempo, un signo de infinito. En el momento que ustedes estén leyendo estas líneas, si los dioses me fueron propicios ya habré estado allí. Pero cuando las escribí, en Buenos Aires, yo no era todavía más que un agradecido invitado en septiembre a la generosa residencia para escritores del Pen Club de Flandes, y no conocía aún en consecuencia a Amberes. Cuando a semejante honor le añadieron el de invitarme a participar en un libro (Word Onder Dak , Pen Club de Flandes, Amberes, 2007), donde todos los huéspedes ofrecerían su visión de la ciudad, no sin sutil sentido del humor me sugirieron recurrir a la supuesta vena fantástica de los argentinos, contando por ejemplo cómo me imaginaba a Amberes... antes de haberla conocido.
Nunca me pareció que mis dominios incluyeran la literatura fantástica. Pero a la fuerza ahorcan, como dice el refrán. Por lo visto de milagros se trataba e, inclusive, hubo más, ya cosa de brujos. Casi al minuto siguiente de recibir la propuesta mencionada, yo comenzaba a leer El camino de Santiago, ese breve, intenso, bellísimo relato del gran escritor cubano Alejo Carpentier, como todos saben un maestro de “lo real maravilloso” (son sus palabras), y como si mi propia situación viniera a engarzarse en tales climas, ya de entrada me sorprendió no sólo que el principal protagonista comience llamándose Juan de Flandes para terminar convertido directamente en Juan de Amberes, sino que la acción, ubicada de lleno durante la conquista española de América, ya en la primera línea transcurre “a lo largo del Escalda”, es decir en plena Amberes.
Pero no acaban allí las impactantes coincidencias. Además de su belleza de escritura, el relato sugiere una doble, acaso múltiple idea de “descubrimiento”: España, es decir Europa, conoce a un mundo nuevo, América, pero a su vez, también es fecundada por él. Y yo mismo, latinoamericano hijo de gallegos, que en aquel momento leía como ahora me leen ustedes, vislumbré también asimismo en aquel camino de Compostela, que concluía derivando en América, una ruta de doble vía, que ahora me llevaba a mí, de una manera sin duda real maravillosa, a encontrarme a punto de descubrir a mi vez esa Amberes que en el relato era legendaria pero que para mí estaba cerca de convertirse en un sueño realizado.
Amberes española, en un momento, entonces, siglos atrás, ligada a Europa por el galleguísimo camino de Santiago, pero ligada también con América, recién descubierta, donde millones de gallegos unos siglos después terminarían radicándose como inmigrantes. Y la Amberes flamenca de hoy, que un hijo de gallegos nacido en América, con la cabeza colmada de leyendas y de sueños, de arte y de historia, se aprestaba a descubrir. Ciudad-puerto, ciudad-museo, ciudad-río.
Algunas vistas de la Grote Markt o La plaza del mercado, Amberes |
Ciudad que imaginaba permitiéndome convivir más a fondo con un momento clave del arte occidental: la reveladora pintura flamenca, que apenas había logrado entrever, deslumbrado, durante breves visitas planeadas ex profeso a Amsterdam y a Brujas, tal vez con ese único objetivo. Ciudad donde pensaba recuperar, o más bien volver a respirar, el aire tan fecundo de Gaspard de la nuit, del impar Aloysius Bertrand, por él subtitulado Fantasías a la manera de Rembrandt y de Callot, que entre otras muchísimas virtudes había inspirado nada menos que al indeleble Baudelaire de los Petits poèmes en prose.
Ciudad por fin donde quizás me sería deparado descubrir por qué se llamaba precisamente “flamenco” al cante jondo, ese cante alto de los gitanos andaluces que desde muy joven me ha seducido como un llamado ancestral, primordial, casi orgánico, sin que seguramente nada lo justificara por mi sangre.
Es así como el círculo se abría, no se cerraba. Amberes era, antes de conocerla, leyenda y realidad, sueño y nostalgia, recuerdo de un lugar donde nunca se ha estado, pero es como si ya se estuvo, algo vivo en sí mismo, activa y soñadora, y puerta también de ese universo no menos desconocido-conocido y contagioso que en castellano vive en una muy bella, sonora, resplandeciente palabra: Flandes.
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