Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
Bitácora Bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos Compartidos
Francisco Torres Córdova
El accidentado viaje
de Óscar Liera
Raúl Olvera Mijares
John Irving, la lupa estadunidense
Ricardo Guzmán Wolffer
Ver Amberes
Rodolfo Alonso
El cráneo crepitante
de Roger Van de Velde
La vida privada y
la vida pública
Laura García entrevista con Gustavo Faverón
Leer
Columnas:
Señales en el camino
Marco Antonio Campos
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Cinexcusas
Luis Tovar
Corporal
Manuel Stephens
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Cabezalcubo
Jorge Moch
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
|
|
Marco Antonio Campos
Los discursos de García Márquez
Si como le contestaba Marguerite Yourcenar a Mathiew Galey (Avec des yeux ouverts) que en sus novelas había diferentes estilos, lo mismo podría decirse de las de García Márquez. Sin embargo, algo de raíz une las ficciones de García Márquez: la poesía. Desde que leímos a finales de los sesenta sus novelas y su libro de cuentos publicados hasta ese entonces admiramos deleitosamente, sobre todo en Cien años de soledad, la musicalidad plena de sonoridades y las imágenes y metáforas de extraordinaria precisión. Si es dable decir de novelas que son poemas narrativos totales, línea por línea, pese a su gran extensión, una es Cien años de soledad. Sobre su obra él mismo declaró a finales de 1982 en Estocolmo, dos días después de recibir el Premio Nobel: “En cada línea que escribo trato siempre, con mayor o menor fortuna, de invocar los espíritus esquivos de la poesía, y trato de dejar en cada palabra el testimonio de mi devoción por sus virtudes de adivinación y por su permanente victoria contra los sordos poderes de la muerte.” Si Borges buscó la frase lúcida y exacta, García Márquez, la frase imaginativa y deslumbrante. En cada página de ellos se aprende algo; es difícil salir inmune de su lectura; lo mejor es leerlos, deleitarnos, hacerlos nuestros, darles la vuelta, y huir.
En una entrevista que le hice en Buenos Aires a Ricardo Piglia en mayo de 1992, me contestaba con razón que prefería los juicios de un gran escritor sobre la literatura que aquello escrito en las universidades o en los textos de teoría crítica. En el libro-entrevista con Publio Apuleyo Mendoza (El olor de la guayaba, 1982), en numerosos artículos periodísticos y ahora en este libro (Yo no vengo a decir un discurso, Literatura Mondadori, 2010) se pueden espigar de García Márquez decenas de juicios y afectos sobre artistas, autores, libros, sus propios libros, y opiniones y propuestas sobre asuntos políticos y sociales, algunas veces salpimentados unos y otras con anécdotas de humor destellante. Por ejemplo, en el discurso cuando recibe la condecoración del Águila Azteca en 1982, bellamente dice que México fue el país que eligió para vivir desde 1962, que aquí escribió durante dieciocho meses afiebrados Cien años de soledad, que lo considera no como una segunda patria sino una patria distinta y pide que siga teniendo puertas abiertas para los exiliados. En otra franja, en el discurso de aceptación del Premio Nobel hace una viva defensa del delirio imaginativo de los latinoamericanos, que es la raíz natural del realismo mágico, es decir, de mucha de nuestra gran narrativa del siglo XX, porque, después de todo, América Latina es “esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda”.
En el discurso “América Latina existe”, de 1995, habla de las investigaciones hechas por periodistas colombianos sobre el narcotráfico que son de una actualidad viva porque en su caso se podría poner hoy el de los mexicanos: “En cambio ningún periodista norteamericano se ha tomado el trabajo de decirnos cómo es el ingreso de la droga hasta los Estados Unidos, y cómo es su distribución y comercialización interna.” Podría haber añadido: y la venta de armas y el lavado de dinero en bancos estadunidenses y que jamás en cuarenta años hemos sabido que se haya aprehendido a un gran capo de la distribución.
En estos discursos hallamos también llamados contra la carrera armamentista y a defender al mundo de la devastación ecológica del planeta llevada a cabo ante todo por los países desarrollados; está su certeza de que el periodismo es un género literario, el cual se aprende, contra lo que se cree en las universidades, en la práctica diaria y no en la teoría, y la petición de fomentar el impulso de las múltiples modalidades del cine y del arte latinoamericanos, que ha representado históricamente la única tierra fértil –que no lo han sido ni la política ni la economía– de unión de nuestros pueblos; se encuentra su fobia por los congresos literarios y la escritura de páginas de amistad para Belisario Betancourt y Álvaro Mutis, y la evocación admirativa y de invencible cariño por Julio Cortázar, el mago que nunca perdió el sombrero.
En una perorata estudiantil de 1944, pronunciada en la ciudad colombiana de Zipaquirá, “Yo no vengo a decir un discurso”, da nombres de casi treinta compañeros de colegio, y sostiene que “este grupo de muchachos está destinado a perdurar en los mejores daguerrotipos de Colombia”. Es un guiño –sonreímos– para el lector y para él mismo: con su excepción, ninguno de los otros, salvo prueba en contrario, los vemos en los “mejores daguerrotipos de Colombia”. Más: García Márquez pudo decir, como lo está, en “los mejores daguerrotipos del mundo”
|