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La necia muerte
In memoriam Manuel Esperón
En modo alguno el querido columnista vecino, Alonso Arreola, debe sentir invadidos los terrenos que domina tan envidiablemente, pues aunque aquí junto se hablará esta vez de un músico, ha de comprobar el amable lector que, al respecto, entre el rango del bemol sostenido y el de cinexcusas hay más de un parsec de por medio. Empero, la muerte del maestro Manuel Esperón, recientemente acaecida, vuelve imperativo para este sumaverbos el ejercicio de hollar, así sea con magna impericia, la impronta del maestro bemolístico.
Ya las páginas diarias tanto de éste como del resto de publicaciones periódicas, lo mismo que los medios electrónicos, han dado cuenta de lo elemental: que Esperón murió a la edad de noventa y nueve años; que el próximo mes de agosto habría cumplido su primer centuria; que es, con mucho, el más fecundo, el más célebre, el más recordado y el más cantado de los músicos que han trabajado para el cine mexicano; que estudió en la Escuela Nacional de Música y comenzó su muy extensa carrera profesional con tan sólo veintidós años de edad, en 1933, componiendo los fondos musicales y el tema principal del mítico filme La mujer del puerto; que había hecho sus pininos tocando el piano en funciones de cine silente; que el arribo del cine sonoro le hizo creer, feliz error, ¡que podría quedarse sin trabajo!; que hizo un par de mancuernas insuperables primero con Ernesto Cortázar y después con el letrista y argumentista Pedro de Urdimalas –este último, responsable de historias vueltas celebérrimas por Ismael Rodríguez–; que participó, de un modo u otro, en la confección de un medio millar de cintas; que compuso cerca de mil canciones para dichas películas, a razón de dos por cada una; que a su inspiración inagotable se le deben, por sólo citar las de rigor, piezas como “Amorcito corazón” –sin lugar a dudas una suerte de romántico himno nacional mexicano alterno, después del oficial, y muy próximo o de plano al parejo del “Cielito lindo”– “Me he de comer esa tuna” y “No volveré”; que le debemos la música, crucial en todas ellas, que signan las películas más relevantes de la conocida como época de oro del cine mexicano, entre ellas Los tres García, Las abandonadas, Nosotros los pobres, Una carta de amor, El mil amores, Me he de comer esa tuna, Ustedes los ricos, El inocente, Ojos de juventud, Pepe el Toro, Del rancho a la televisión, Necesito dinero, Yo bailé con don Porfirio, La muerte enamorada, El gavilán pollero, Gran casino y Por tu maldito amor.
A la obviedad de que todo ese cine sencillamente no sería el mismo sin su estupendo trabajo de musicalización, así como al hecho de que en gran medida las tramas iban en función de la música y las canciones y no al revés, debe añadirse esto otro, menos obvio pero no por eso menos cierto: mucho de nuestra manera de expresarnos, de nuestra imaginería amorosa, de aquello que nos (con)mueve en el plano sentimental, está inspirado en las creaciones musicales de Esperón. Sea porque hemos estado, desde los tiempos previos a la dictadura televisiva y más aún con ésta, sobreexpuestos a la imagen y el sonido de dichos filmes; sea porque éstos continúan siendo el modelo a seguir, conceptualmente hablando, cuando se trata de dramas y melodramas, el hecho es que la música de Esperón abarca una franja nada despreciable de aquello que forma nuestra idiosincrasia. Es ahí, por supuesto, donde radica la inmortalidad de este creador inigualable.
Avanzando pa’trás
La del maestro Esperón se debió a un paro respiratorio, pero la muerte del Cine Teresa es el producto deplorable de la incuria. Ubicado en pleno centro de Ciudad de México, el Teresa era el último con vida de aquellos cines a la vieja usanza: grandes y espaciosos, concebidos con propósitos que incluían pero también excedían el meramente comercial; cientos de veces más dignos, en términos arquitecturales, que los cubotes literalmente des-graciados hoy preeminentes en el espacio urbano.
En sus últimos años dedicado a la exhibición de cine porno –y gracias a ello rebautizado como “Cine Retiesa”–, el Teresa ya está siendo demolido en sus interiores, se supone que para albergar un centro comercial de ésos que tanta falta nos hacen porque no tenemos ni uno, con unos pocos cinitos incluidos, y se supone también que habrán de respetar su fachada. Lo que no se ha respetado –dirá Unoqueotro que para qué– son la memoria y sus recintos, la historia y sus lugares. A dicho salvajismo urbano, el incorregible Unoqueotro le llama progreso.
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