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Criticar lo invisible: del teatro como documento
Estos son tiempos para lo real. Para dejar que la metralla del cotidiano de estas geografías habite la sensibilidad. Tal y como ha sucedido en otras latitudes, incluso menos convulsas que las que están a punto de tornarse bicentenarias. Entrelazar los contextos de realidad y de ficción, retornar a las formas documentales primigenias como rasgo decisivo y como un punto de llegada para evidenciar los sinsentidos de esos actos que, no obstante su barbarie, parecen haberse asimilado como usos y costumbres en el siglo XXI. Se hace teatro a partir de esa premisa. Y también habría que aprender a criticarlo.
Bien es sabido que, durante la década de los sesenta y setenta, la ficción escénica se dejó intervenir, sin terminar de arrasarse, por corrientes derivadas en mayor o menor medida del testimonio; bastaría la mención de un listado de nombres connotados (con Peter Weiss a la cabeza) para dar cuenta de lo que cierto teatro pudo ser entonces: la aspiración a un grado de legitimidad por medio de ficciones problematizadas a partir del testimonio. Teatro documental, teatro personal… al fin y al cabo ficciones, al fin y al cabo antecedentes tímidos de una radicalidad posterior: llenar la escena con algunos signos aislados (no necesariamente elaborados ni estilizados) de aquella categoría que solemos denominar como “real”. Compañías de renombre mundial, o al menos varias de las que ven multiplicados sus nombres en las programaciones de los principales festivales de artes escénicas en el planeta, se han concentrado, paulatinamente, en alejarse del concepto de teatralidad desde una puesta en crisis de la ficción en tanto que elaboración transformacionista (diría Chomsky en sus buenos tiempos), para revestir sus producciones con el hálito de lo real. The Needcompany, Akram Khan, Rodrigo García y Rimini Protokoll serían ejemplos preclaros y referencias insoslayables de lo anterior.
Best before |
Precisamente Rimini Protokoll tuvo a bien traer a nuestro país, a la más reciente edición del Encuentro Internacional de Escena Contemporánea Transversales 2010, una de sus últimas producciones que resulta paradigmática de esa reconfiguración antes mencionada. En la obra, titulada Best Before, la agrupación liderada por Stefan Kaegi vuelve a prescindir de intérpretes actorales y utiliza por elenco a quienes antiguamente solíamos nombrar como ciudadanos de a pie o gente común, y que la nomenclatura teatral contemporánea ha rebautizado como real people. Gente real, generadora de sentido escénico por su sola presencia y condición, y por la exposición de un anecdotario que gira, en el caso particular de este montaje, en torno a sus ligas personales con la industria del videojuego. Comisionada al fin y al cabo por el Pushup Festival de Toronto, Canadá, meca mundial del arcade, la obra involucra al espectador como jugador de un vivario virtual cuyas leyes y objetivos son los de la vida: nacer, crecer, decidir, descartar, recordar con y sin ira, morir. La mimesis con la realidad es tal que el público se comporta como lo haría fuera de la sala. Y amén de lo cuestionable que el dispositivo escénico se vuelve, el trabajo de Rimini Protokoll, que en esencia recorta un trozo de nuestra perspectiva para aislarlo en escena y así ofrecernos una metáfora de nuestra conducta (no del todo novedosa en el caso de la obra mencionada), funge como recordatorio urgente para aquel que, además de ser espectador, también intenta ser exegeta: ¿cómo es la escritura crítica de un teatro que linda tan evidentemente con el documento?
¿Cómo cronicar, pues, este emparejamiento entre el documento y la ficción teatral? ¿Cómo poner en crisis, cómo ejercer la crítica de un fenómeno cuyos ejes entrañan, desde luego, el desnudamiento de su propia condición y de los elementos y convenciones que lo componen? Criticar y ensayar sobre teatro debiera ser, en suma, el urdimiento de una relatoría que intentará conjugar en presente un hecho siempre pasado, retrotraer las imágenes de una serie de cuerpos y espacios que, existentes ya sólo en la memoria, son decididamente fantasmagóricos. Ensayar sobre teatro es escribir sobre fantasmas y, por ende, sobre sucesos pasados, nebulosos y por eso mismo invisibles en cierto modo. Y por eso mismo se torna una profesión similar a la de testimoniar el presente de una nación que, sin duda, atestigua su debacle moral y social y la reconversión de su paisaje (visual, afectivo, epistemológico) en un páramo de cenizas y ausencias violentadas. Sea pues.
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