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Felipe Garrido
Nuestro jardín
Desde la cumbre de Punta Bermeja, en la mañana dorada, don Atanasio Argúndez y Ávila, aquel juez que creía más en la justicia que en las leyes, paseó la mirada por la isla. “Este es nuestro jardín”, dijo trabajosamente, porque la subida le había quitado el aliento. “Es grande y pleno. Si lo piensan –dijo a sus compañeros, que lo escuchaban distraídos por la belleza del litoral, por la explosión de verdes que se extendía a sus pies–, nuestros abuelos trabajaron estas tierras, las fecundaron con su sudor, su sangre y sus lágrimas. Ellos lo cultivaron, plantaron estos árboles. En cada una de sus ramas se agita aún el alma de los que dieron su vida para que existiera este jardín. ¿Lo escuchan? Oigan cómo se estremecen sus ramas. Son las voces de nuestros padres. Nos están hablando y nos cuentan todo lo que sacrificaron para legarnos este lugar que nosotros disfrutamos. ¿Vamos a dejar que nos lo roben?” Una campana distante fue la respuesta. |