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Hugo Gutiérrez Vega
LONDRES Y MONSI
Por nuestro departamento de Paddington pasaron casi todos los latinoamericanos (y algún peninsular que se escapaba de la cruel grisura del franquismo, aunque fuera por unos días) interesados en las clamorosas manifestaciones (de todos los tipos y maneras) del neorromanticismo de los muchachos (y algunos ya no tan muchachos) del flower power. José Carlos Becerra estuvo casi un año en Londres, Carlos Monsiváis (profesor en Essex) y Sergio Pitol (maestro en Bristol) pasaban los fines de semana en nuestro flat,y José Emilio y Cristina Pacheco (radicados en Colchester) nos visitaban con frecuencia. Carlos Fuentes, Rita Macedo y Cecilia vivían en las colinas de Hampstead; Vargas Llosa merodeaba, junto con Toño Cisneros, por los rumbos habitados por los jamaiquinos y los trinitarios (gracias a ellos conseguíamos chile habanero, yuca y chayote); Fernando del Paso y Socorro (cocinera eminente) cumplían los ritos del Latin Service, de la BBC, mientras el primero se hundía en los océanos de un Palinuro mexicano. Alberto Díaz Lastra escribía una novela (no llegó a terminarla) sobre el Tabasco de Garrido, y Guillermo Cabrera Infante batallaba con un guión basado en Bajo el volcán, la gran novela de Lowry traducida genialmente al español por Raúl Ortiz. Octavio Paz llegó a Cambridge en el ’68 y frecuentemente nos veíamos en el inagotable Londres de ese momento histórico en el que se luchaba por un verdadero proyecto liberador. Muchos de los derechos conseguidos por la humanidad en los últimos años tuvieron su génesis en los sesenta y en la ciudad que les dio vida y asilo.
Fernando Curiel escribió un libro sobre las iluminaciones londinenses y Héctor Manjarrez comenzó su carrera literaria bajo las nubes de una contracultura que, más tarde, se autodestruyó y fue perseguida y calumniada por los capitostes del sistema y los puritanos (victorianos en este caso) que intentaban (y afortunadamente no lo lograron del todo) regresar a los días de la represión y de la macilenta moralina.
Con Carlos Monsiváis, el inolvidable defensor de todo lo bueno, lo inteligente y lo justo, y con nuestro prosista mayor, Sergio Pitol, íbamos los sábados primeros de cada mes a las sesiones conocidas con el nombre de all night cinema, organizadas por el National Film Theatre (cabe advertir que gobernaba Wilson, un verdadero laborista y gran defensor del welfare state que incluía el generoso patrocinio de las actividades culturales). Nos pasábamos la noche entera viendo películas de los hermanos Marx, de Buster Keaton, de Ingmar Bergman, Orson Welles, Busby Berkeley o Greta Garbo. Salíamos a la mañana neblinosa del Londres otoñal, llevando entre las manos ese tesoro incomparable que es el cine de verdad, el que se hace con intenciones artísticas y el que fortalece los testimonios fundamentales del humanismo (por estas razones, los tres amábamos el neorralismo italiano y éramos capaces de ver tres veces seguidas Il Gattopardo, del maestro Visconti). Monsi era nuestro guía y maestro. Todo lo sabía y no escatimaba sus opiniones y orientaciones. Una noche nos deslumbró con una película que he buscado inútilmente, The Last Command, interpretada por Emil Jannings, el más poderoso de los actores alemanes.
Parafraseando a don Ernesto, “Londres era una fiesta”. Muchos de los que la gozamos han muerto y los que quedamos estamos ya listos para el arrastre. La “dama de hierro” acabó con el “Estado Robin Hood” y causó un serio daño a la cultura británica.
Por eso conviene no olvidarse de los muchachos del invierno neorromántico, de la protesta estudiantil, de la experimentación artística y del proyecto liberador (“anarquista” lo llamaban los padres terribles). Pienso en ellos y, junto con Sergio Pitol, me aferro tercamente a la memoria de Monsi, hermano y maestro nuestro y de varias generaciones de buscadores de un mundo mejor.
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