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Alejandro Michelena
Florencio Sánchez, un teatro con cabal salud
A cien años de su ida de este mundo, Florencio Sánchez sigue siendo uno de los dramaturgos más vivos y vigentes en el teatro latinoamericano. Más todavía: este uruguayo de nacimiento que triunfó como autor en la pujante Buenos Aires de comienzos del siglo XX, marcó un camino nuevo en el realismo escénico, distanciándolo del naturalismo todavía en boga por entonces e imprimiéndole una temática y un clima innegablemente americanos. Muchos años antes de la formidable eclosión del gran teatro realista estadunidense –de la mano de fuertes dramaturgos, como Eugene O`Neill y William Saroyan– en el sur del continente se les adelantó Sánchez, tanto en la indagación profunda de las psicologías como en el planteo de las nuevas problemáticas generadas por las contradicciones del crecimiento urbano (la enorme inmigración europea y el éxodo incesante de las zonas rurales a las ciudades).
Será en el lenguaje, en la escritura teatral, donde más se destacará su producción. Logró trasponer, dándole categoría artística, el habla rural y urbana de su tiempo, lo que explica el rotundo éxito de público en cada uno de sus estrenos. Esto, unido a la creación de personajes inolvidables –como el Don Zoilo de Barranca abajo, su obra mayor, que fue definido por la crítica como “un rey Lear de las pampas”- proyectaría su teatro hacia lo universal.
Durante muchos años, luego de su muerte –en Italia, el 7 de noviembre de 1910, con apenas treinta y cinco años y víctima de la tuberculosis, cuando iniciaba su proyección europea–, la estricta valoración de su trabajo artístico se vio perturbada por la fuerza y presencia del mito que lo rodeó. Este fue alimentado por circunstancias de su vida y sobre todo por los avatares de ese melancólico final.
Su peso en cuanto personaje central de la bohemia de café rioplatense, su compromiso con las causas sociales, y sobre todo su inmensa popularidad en ese comienzo del siglo pasado, causaron, cuando ya no estuvo, un vacío demasiado elocuente. Si a esto agregamos que no dejó discípulos directos (más tarde llegarían los epígonos, multiplicándose hasta la saciedad), y que no hubo en las décadas siguientes en el Río de la Plata dramaturgos de su talla y aliento, es explicable la mitología en torno a su figura.
Esa figura mítica tenía perfiles cercanos a lo que había sido el hombre, pero lo traicionaba en lo esencial, como todo estereotipo. Porque Florencio Sánchez había sido mucho más que lo que dejaban entrever las hagiografías de los aniversarios y los monumentos que lo representaron eternamente meditabundo, descuidado en su aspecto y como ausente de todo lo que no fuera su obra. En la realidad Sánchez fue muy sociable y dialoguista –tanto en las redacciones periodísticas donde trabajó, en los círculos anarquistas que integró, y en las tertulias de café que frecuentó–, ocurrente en el decir, irónico en la polémica, capaz de reírse de sí mismo y del medio que lo rodeaba.
Lo pinta tal cual era la célebre anécdota vinculada a un café que resultó el centro de la vida coloquial bonaerense. El dueño del comercio –ubicado en plena calle Corrientes, en la zona tradicional de los teatros– a sugerencia de Florencio cambió el nombre del lugar, que era muy convencional, por el más interesante de Café de los Inmortales. Gracias a este bautizo realizado por el dramaturgo, a esa altura el más famoso de los habitués del recinto, pasó a la historia con un nombre que en su momento pudo haber sido una broma en referencia a las muchas pretensiones de tantos aspirantes a la gloria que poblaban sus mesas, pero que –en perspectiva de tiempo– define un ámbito de encuentros privilegiado, donde confluyeron desde Rubén Darío a Leopoldo Lugones, de José Ingenieros a Amado Nervo, de Ricardo Rojas a Roberto Payro.
Los éxitos de la dramaturgia sancheana tuvieron en la megalópolis porteña su mejor escenario. El genio de Florencio supo tocar todos los registros de la sensibilidad y problemáticas de su tiempo. Desde la incomunicación generacional en M`hijo el dotor a la penuria del trabajo infantil en Canillita, de la problemática de los cambios económico sociales que venían dándose en el medio rural en La Gringa a los claroscuros de la vida hogareña planteados a través de En familia.
Quién sabe a dónde hubiera llegado su teatro de haber vivido más su autor. Pero la obra que nos legó, concentrada en menos de una década, ha bastado para mantener –cien años más tarde– su vitalidad y vigencia como autor dramático. |