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María Mercedes Carranza: la muerte y la poeta
Hermann Bellinghausen
Una de las cosas que más se agradecen de los poetas es cuando sienten su tiempo, sirven como “sensores” de humanidad, lo que a muchos conduce a la ruina. La carga puede resultar particularmente grande. Su fuerza espiritual flaquea. O algo más ocurre. Georg Trakl nunca más dejó las inmundas trincheras de la Guerra europea, ni las enfermerías del frente. Antonio Machado no sobrevivió al exilio. Roque Dalton no salió vivo de la clandestinidad. Pero no menos sintieron y nos iluminan Rilke desde el confortable castillo de Duino, el atlético T. S. Eliot en la tierra baldía de todos tan temida, Pessoa desde su más que peculiar diletancia, Pasternak en su dacha en las garras del silencio.
Algunos se queman en el camino. A veces eran los mejores (Miguel Hernández, Francisco Urondo, Ramón López Velarde). Elegidos de los dioses, dice el dicho. Más recientemente, la mitología originaria del rock fue pródiga en vidas incendiadas: Jim Morrison, Jimi Hendrix, Janis Joplin, que ya representan una “nuevo estado” poético, no líquido ni gaseoso: convulsivo, de difusión masiva y con música de fondo.
En algún punto entre todo esto habría que colocar a la poeta colombiana María Mercedes Carranza, quien no sólo cantaba espléndidamente (bueno, sus versos lo hacían por ella), sino que estimulaba a la gente a cantar sus propios cantos; a escucharse. Tuvo tanto éxito en la tarea que terminó por destruirla. Había tocado las llagas de su país en guerra (una absurda cadena de guerras internas), y una noche de julio de 2003 se quitó la vida, silenciosamente, en su departamento de Bogotá.
Unos años antes, en 1997, había publicado una pequeña obra maestra, El canto las moscas. (Versión de los acontecimientos), que en veinticuatro cantos brevísimos trazaba una geografía toponímica y lírica de la tragedia colombiana.
Su traductora al inglés, Margarita Millar, también colombiana, escribe que, al momento del fallecimiento de Carranza, Colombia “llevaba décadas de lucha armada entre el gobierno y los grupos rebeldes, y más recientemente había experimentado la emergencia de las fuerzas paramilitares y los capos del narcotráfico”.
Millar delinea, sucintamente, los cantos y sus peculiaridades: “Cada uno de estos veinticuatro poemas lleva el nombre de un pueblo o ciudad donde hubo fuertes hechos de violencia, una especie de crónica y conmemoración de las tragedias sufridas por la gente. Los títulos reflejan una contradicción característica de la realidad colombiana: los hermosos, musicales y caprichosos nombres entablan un cruel contraste con los acontecimientos que los marcaron como lugares de masacre. Escritos a la manera del haikú pero sin adherirse a sus estrictas medidas, los poemas son breves y escuetos.”
Hija de Eduardo Carranza, él mismo piedra cardinal de la poesía colombiana, María Mercedes nació en Bogotá en 1945 y fue siempre una poeta activa y deslumbrante, antologadora generosa, crítica, periodista y, especialmente, promotora de la poesía como bien público. Fundó en 1986 y siempre dirigió la Casa de Poesía Silva, un recinto de vitalidad creativa, un lugar con audiencia numerosa y entusiasta. Ella supo que el dolor de Colombia podía aliviarse, y quizás curarse, bajo los efectos de la poesía. Respecto al ineludible astro paterno, un estudioso de su obra, James Alstrum (Universidad de Cornell, 1987), subrayó: “Carranza ha escapado a la sombra de su propio padre Eduardo.”
Desde Venezuela, Juan Liscano señaló, tras la muerte de María Mercedes Carranza, que su escritura “rechaza los recursos y efectos textualistas tan de moda, sobre todo la tónica literaria per se, el discurso, para ceñirse a un decir corriente que el pensamiento y la comprobación existencial apoyan con su autenticidad confesional. Mucha muerte exponen estos poemas penetrantes por su misma sencillez escritural. Colombia es un campo de batalla. Por todos lados fuerzas armadas pelean con un furor demoledor”.
María Mercedes, Liscano recapitula, fue miembro de la Asamblea Constituyente de 1991 y, “desde la plenitud de su don creativo, asumió esa pasión de muerte colombiana (yo diría pasión de matar), y después de borrar mucha existencia (‘Si quiere amor que siga su antojo’), dio el vuelco más inesperado, en 1997”, con El canto de las moscas.
Un hecho que marcó su sensibilidad, así como su actividad ciudadana y su furor íntimo, fue el secuestro de su hermano por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Ella, que nunca olvidó la responsabilidad pública en su país por el asesinato del candidato Luis Carlos Galán y la cargó como propia, no podía dejar de sentir a Colombia toda. El país posee una envidiable riqueza poética, quizás porque ante tanta Gran Mentira que lo envenena y ha envenenado, encuentra en la palabra poética un verdadero principio de verdad, no otro cuento más.
El canto de las moscas, a decir de Liscano, alcanza “la dimensión lírica de un pasar, de un estar, de una temporalidad fugitiva, y precisamente ante el horror, la violencia, el asesinato, la revuelta vengativa, la acometida inesperada”. Ella aborda, “sin describirlas, desde una perspectiva de cruenta belleza en la que los elementos florecen, la muerte rinde tributo y duelo, ‘reverso de la realidad’, para memorizar y vivirla con la alas abiertas”. En otro momento, Liscano hablaría de “la poesía librada de la literatura” en estos versos.
Después de su fallecimiento se especuló en los medios que si estaba deprimida, que si la situación de su país la tenía en vilo, que su soledad le resultaba insoportable. Ha de ser. Su traductora al inglés ofrece una clave más, tal vez definitiva: en mayo de 2003, dos meses antes de quitarse la vida, María Mercedes Carranza convocó a un festival de poesía en Colombia con el tema Dejemos descansar a la guerra.
Dice Margarita Millar: “Recibió más de 30 mil poemas escritos por colombianos que clamaban desesperadamente por la paz. Esta abrumadora respuesta, llena de angustia ante la situación del país, de la que tanto escribió ella misma, pudo ser una carga excesiva. Los acontecimientos que precedieron su muerte son una conmovedora y dolorosa comprobación de la destructiva conexión en Colombia entre la violencia y la vida personal.”
El poeta Juan Manuel Roca, amigo suyo, la recuerda así: “Nunca le mentía a la gente porque odiaba las medias tintas y los ademanes del Tartufo. Y eso se agradece en un país de mascarones. Es inusual lo que pasa con personas como María Mercedes Carranza: no alcanzó a irse cuando ya empezó a hacer falta. Falta su voz crítica, sus convocatorias contra la guerra, su desvelo por un país al que tanto le entregó desde las orillas de la política y la cultura.”
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