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Francisco Torres Córdova
Tres versos, una tarde
Si se lee poesía, y se lee despacio, con cierta frecuencia ocurre que un verso, o dos o tres, de manera especial, casi como un aroma, es decir, sin pasar por el cerebro, entren en la conciencia, la conmuevan y dejen su impronta. Años después, inesperadamente en apariencia, vuelven a sonar, se dicen y hasta se podría afirmar que, así,se escriben de nuevo. ¿De quién son?, ¿de qué libro?, ¿de qué poema? A veces importa y otras no. Lo que verdaderamente importa está más allá: es (como) recordar a un ser entrañable, una sustancia que se ha vuelto consanguínea, que hizo algo –porque escribir es hacer–, que abrió una perspectiva que antes no existía, un matiz decisivo en la noción de nosotros mismos o del mundo, hacia adentro y hacia fuera, a veces útil y otras simplemente gozosa. La memoria, esa memoria, ya es carácter; es un rasgo sutil de la persona, una manera de moverse, de ser en un tiempo que entonces parece suspendido.
Un día, a media tarde, un libro sobre la mesa. El hecho de que esté ahí es trivial aunque no por ello menos significativo. Pero, claro, eso se sabrá después; en ese momento es imposible. Hay una cadena interminable de acontecimientos sencillos y banales, todos sin embargo inevitablemente unidos para llegar a ese instante que al parecer está a punto de continuar, precisamente, el hastío de la tarde. Al sentarse en el sillón frente a la mesa el libro se hace notar, primero porque está ahí, insisto, y después porque a su modo discreto y firme llama la atención: es un libro que ya se ha abierto varias veces; su lomo está arrugado, la portada blanca un poco sucia, las esquinas dobladas de algunas de sus páginas ponen en evidencia su “uso”, su “trabajo”, pero todavía no su lectura, quiero decir, no sólo la que hace el lector sino la otra, la que el texto –el poeta– hace del lector. Pero eso, otra vez, se sabrá después. Casi con desgano, con cierta indolencia, el libro se abre al azar. Y entonces ocurre: los versos que se leen así, sin la tensión de la conciencia estructurada en la noción de sí misma, sino simple y llanamente ociosa, con esa atención relajada y oculta que articula en un instante a la persona entera, suenan, resuenan, dirían cada uno a su manera Gastón Bachelard y Antonio Alatorre, y se quedan. Eso: se quedan. Crece la persona y se dilata la memoria. Pueden no ser los más famosos, citados o estudiados de ese poeta en particular, pero son los que dieron la primera puntada de enlace en el espacio de la conciencia, los que tendieron el puente, el encuentro imprevisto y contundente entre el mundo del poeta y el lector: “Transmútase mi alma en tu presencia/ como un florecimiento/ que se vuelve cosecha.” Su tonalidad trenzada con el sentido, la cohesión de su ritmo, los horizontes que desdoblan ante la inteligencia de la imaginación y el eje que los cohesiona. El umbral de lo propio en lo ajeno. Sólo los recuerdo. No son los únicos, claro, pero sé que son los que me abrieron la puerta al encuentro con la obra completa de Ramón López Velarde. Y continúa su vigencia.
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