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Incendios
A veces sucede que el estilo de una escritura particular se duce, enamora y permanece. Tal pareciera ser el caso del joven pero experimentado director Hugo Arrevillaga, titular de la compañía Tapioca Inn, y su relación con la dramaturgia del escritor Wajdi Mouawad, quien nació en Líbano, pasó por Francia para finalmente radicarse en Québec hace más de dos décadas, desde donde disfruta de ser uno de los autores escénicos más laureados y llevados a escena en el mundo. Arrevillaga ha engrosado considerablemente la estadística de montajes internacionales de obras de Mouawad, al llevar a escena, entre otras, Alphonse, Litoral y Willy Protágoras encerrado en el baño, además de haber participado, como director residente, en la puesta en escena de Ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente, que Rolf y Heidi Aberhalden realizaran para la Compañía Nacional de Teatro hace algunos meses. Ahora Arrevillaga ha decidido llevar a las tablas Incendios, en traducción de Humberto Pérez Mortera, producción recientemente reestrenada en el Teatro Benito Juárez.
Mouawad no niega ni olvida la convulsionada realidad social, política y moral de su entorno de origen; antes bien la ha retratado una y otra vez, entremezclándola con tópicos casi siempre relacionados con la recuperación de los orígenes, el reconocimiento del presente en el pasado, la aceptación de los añejos asuntos familiares, la asimilación del emigrado en las sociedades multiculturales. Incendios no constituye una excepción temática, pues retrata la historia de los gemelos Julia y Simón (Rebeca Trejo y Jorge León), hijos de libaneses avecindados en algún país de Europa o Estados Unidos, quienes, ante la muerte de su madre Nawal (Karina Gidi) y tras la develación de su testamento, han de verse enfrentados con el pasado familiar, en particular con las circunstancias de su nacimiento, la identidad de su padre y la accidentada y secreta historia de los últimos años de Nawal en Medio Oriente. Los gemelos han de buscar a su padre y a su hermano y entregarles las misivas que Nawal ha guardado para ellos, con lo que descubrirán la dolorosa travesía materna por un territorio atravesado por la guerra y el horror y, de paso, reivindicar su memoria y su legado.
Foto: cortesía Compañía Tapioca Inn |
La narrativa de Mouawad en esta obra, como en algunas de las otras ya referidas, aspira a una épica de la desmesura: la obra se extiende por casi dos horas y se vale de recursos más bien cinematográficos, como el flashback y el flashforward para intrincar el relato pretérito de Nawal y la búsqueda presente de los hermanos, sus reclamos mutuos y la tirante relación con su abogado (Pedro Mira) y otros personajes de su contexto. No obstante su fragmentación y su bifurcación temporal, la obra de Mouawad redunda, repite y acumula sin que se alcance a percibir alguna intención distinta a la de subrayar, por medio de estos elementos narrativos, la emotividad de su discurso. A esta característica se suma un estilo de escritura que, al menos en la traducción de Pérez Mortera, no rehuye sino abraza abiertamente el melodrama. Todo esto constituye un caldo sentimental que toca con cierta facilidad las fibras del público; al menos en la función de reestreno no fueron pocos los espectadores que evidenciaron su conmoción, lágrimas incluidas. El éxito futuro de la puesta parece ineludible, aunque acaso quepa preguntarse por sus recursos en otra vertiente y a otro nivel: ¿es posible oponerse, poéticamente, a la tradición mexicanísima del melodrama desde el melodrama mismo? ¿En dónde radicar la exégesis de una obra que, si bien muestra un contexto distante, quiere acercársenos mediante el empleo de una tonalidad emotiva y actoral que a veces pareciera buscar la afectación por la afectación misma? ¿Cómo evitar el recargamiento sentimental de las palabras, aun cuando éstas sean por momentos descaradamente melosas? Acaso Arrevillaga y su elenco no puedan aportar alternativas de respuesta. Con todo, el equipo creativo provee momentos auténticos en medio de un rendimiento disperso, destacándose Karina Gidi y Alejandra Chacón. Pero sobre el conjunto de la puesta, con todo y la ingeniosa economía espacial de Auda Caraza y Atenea Chávez, y los estímulos sonoros de Ariel Cavalieri, flota una atmósfera de sentimentalismo que, si bien no podría ser calificada de ilegítima, sí mueve a reflexión en torno a las elecciones textuales de los jóvenes directores de nuestra república teatral.
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