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El deseo y también la curiosidad y la imaginación son el motor de Tomás Eloy Martínez. El autor y sus personajes están decididos a avanzar en sus búsquedas hacia destinos desconocidos, inciertos hasta en el momento del punto final que hace volver al lector al inicio de cada obra. El vuelo de la reina concluye con la idea de Novela del personaje, novela que es la que el lector tiene en sus manos. Santa Evita concluye con el relato que dio origen al libro: una anécdota determinante para el surgimiento de la aventura de elaboración de la obra, y una imagen: la del periodista-escritor personaje anotando las palabras inaugurales de la novela: “Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir.” Se trata de una frase con datos de precisión (tres días), que remite a una escena que muestra al personaje en una situación concreta (Al despertar), anunciando una fatalidad (tuvo la certeza de que iba a morir). Tomás Eloy Martínez termina la novela remitiéndonos, no sólo al inicio del relato sino al origen del proceso de elaboración del mismo. Santa Evita es consecuencia de La novela de Perón, publicada diez años antes, en 1985. Santa Evita es la reconstrucción del prolongado y traumático periplo oculto por desconocido del cadáver que, veinte años después de la muerte de Eva en 1952, fue rescatado de un sepulcro anónimo en Milán –no en Bonn como hasta entonces y durante mucho tiempo se creyó– y devuelto al viudo, como aparece en algunas escenas de La novela de Perón. No es gratuita entonces la incertidumbre que nos comparte Tomás Eloy Martínez al cerrar el relato de Santa Evita en la página 391: “No sé en qué punto del relato estoy. Creo que en el medio. Sigo, desde hace mucho, en el medio. Ahora tengo que escribir otra vez.” Tomás Eloy Martínez nos dice que al iniciar la obra desconocía el destino, pero lo estimulaba el deseo de emprender la aventura de la búsqueda, y nos dice también que al concluirla tengo que escribir otra vez. El mismo Tomás Eloy Martínez, autor y personaje, queda convertido en uno de los hilos que mantienen en suspenso el vuelo de la mariposa que es Santa Evita. El otro hilo es un personaje: el militar Moori Koening. Koening y Martínez son los hilos fundamentales de Santa Evita. Son los hilos que tensan esa bifurcación de desplazamientos temporales en los que se desplaza el flujo de la narrativa de la novela. La obsesión vuelta necrofilia de Koening por el cadáver de Evita y la obsesión del autor-narrador por cómo contar la historia, y que eso va exhibiendo el entramado de la obra durante la misma, dotándola así de una dimensión metaliteraria. Santa Evita es una investigación periodística y documental que revela escenarios extraordinarios, inverosímiles, que son contados a través de recursos de una obra de ficción, recursos que invalidan a la pieza como una obra de información y la legitiman como una de creación. Si las obras canónicas del estilo Nuevo Periodismo como A sangre fría, de Truman Capote, proyectaron las posibilidades de transcripción y lectura de hechos reales como una novela, Santa Evita de Tomás Eloy Martínez opera a la inversa: la transcripción y lectura de la ficción como un reportaje. Tomás Eloy Martínez consigue verosimilitud y credibilidad, incluso sin despegarse de lo que aparentemente en realidad acontece. Pero sus procedimientos son profundamente literarios. Digo lo que aparentemente en realidad acontece porque Santa Evita demuestra que la verdad nunca es como parece, por lo que, ante lo increíble, Tomás Eloy Martínez opta por mostrar todo el proceso de esa búsqueda que desemboca en esos escenarios extraordinarios en los que surgen sin explicación flores y veladoras encendidas al pie del ataúd oculto por los militares. Para ordenar la experiencia de la búsqueda, Tomás Eloy Martínez pone en marcha una serie de recursos literarios, como la utilización constante de monólogos. De esa forma reconstruye episodios enteros que son la reconstrucción como testimonio recabado y transcrito en primera persona del singular. Las tensiones entre Eva Duarte y el general Perón, por la posible candidatura de la mujer a la vicepresidencia del país, podemos conocerlas a través de una voz que el narrador atribuye al famoso peluquero Julio Alcaraz, que la leyenda dice que fue él quien peinó a Evita con el cabello hacia atrás, con la frente despejada y un gran rodete aferrado a la nuca con horquillas . Alcaraz habla y Tomás Eloy Martínez escribe, pero esta manera de proceder despierta la sospecha y pone en duda la fiabilidad de ese intercambio de puntos de vista por ambiguo. ¿Quién habla por fin? ¿El personaje o el autor? La respuesta la proporciona el mismo Tomás Eloy Martínez antes de empezar ese monólogo que explica como el libre juego de leer escribiendo. Alcaraz habla. Yo escribo. Sin embargo, el propio Tomás Eloy Martínez se ha visto obligado a revelar una y otra vez que ese relato en primera persona es falso como testimonio de Alcaraz. Ese relato es, como he dicho, la reconstrucción de un episodio transmitido como un monólogo, como un testimonio. Tomás Eloy Martínez utilizó el nombre de Alcaraz para tal fin y con el propio consentimiento de la persona, y eso le ha hecho pensar en alguna ocasión: es muy extraño cómo algunos personajes reales se prestan a ser personajes de ficción. Ese procedimiento hace que la pieza quede invalidada como periodismo que exige, en sus métodos, implacabilidad. No estoy juzgando el comportamiento narrativo de Tomás Eloy Martínez. No es justo en este contexto porque Santa Evita nació como obra de ficción, como novela que transmite credibilidad y veracidad. Pero novela al fin. Por ello me permito subrayar este rasgo en el sentido de que una obra de información, como un reportaje –que es lo que parece Santa Evita–, debe lograr credibilidad y veracidad exclusivamente por los métodos de la precisión, la verificación y el cotejo de lo que se escribe con la realidad. No mentir. No inventar. Este prurito no invalida la aplicación de procedimientos literarios para el periodismo. Al contrario. Pero exige, reitero, implacabilidad. Lo que Tomás Eloy Martínez pone de manifiesto, en cambio, es creatividad, y lo hace cuando aplica otros recursos al respecto, como cuando vuelve a reconstruir la historia de la candidatura frustrada a manera de un guión cinematográfico, o como cuando organiza sus dilucidaciones sobre la construcción del mito de Evita por medio de una alineación de escenarios en los que fusiona resumen y reconstrucción en tercera persona. De igual forma ocurre con los relatos de Un lugar común la muerte. No miente ni inventa, pero pone de manifiesto las emociones, los pensamientos y la imaginación como elementos subjetivos legítimos, pero incorrectos para quienes, al leer los relatos, tengan en la cabeza la necedad de que el ejercicio de la profesión está basado exclusivamente en la aspiración a la pretendida objetividad periodística. Tomás Eloy Martínez consigna lo que no fue o es: lo que pudo ser o lo posible: “Acaso advirtió Perse que una de las ventanas se había entreabierto y que la lluvia podía deslizarse dentro del cuarto; acaso sintió frío y le pidió a Dianne que le alcanzara una cobija. Durante la tarde ocurrieron –lo sé– todas esas cosas, pero debido a la penumbra que envolvía a Perse, el orden de los momentos se me confunden. Vi, a lo lejos dos promontorios rocosos que se alzaban sobre el mar y un velero que pasaba entre ellos. Vi, cuando la lluvia seguía cayendo, la repentina floración de un arco iris. Vi las manos de Dianne ocupándose en la preparación de un té de jazmín, que luego serviría en tazas de porcelana. Sólo Perse se me escurría de la mirada, como si fuera un hombre dentro de un sueño.” Al relatar el encuentro con el poeta postrado en su lecho de agonía, Tomás Eloy Martínez se desprende de la realidad y convierte en una categoría literaria a las suposiciones que producen las escenas de hombres a punto de morir, como Perse, que vemos en Lugar común la muerte. La memoria y el olvido se conjugan para reconstruir la experiencia a través de lo que se cree haber visto o soñado. Se resucita a la realidad a través de la invención. Las sospechas y los estados oníricos funcionan como elementos que tensan los hilos anecdóticos de los relatos que, por otra parte, están empapados de un lirismo empalagoso que vemos cuando el autor nos describe que otro cigarrillo asoma entre los dedos del cronista venezolano Guillermo Meneses, y los filamentos del sol que pasan sobre sus manos y que navegaba sobre sus piernas, se recluye detrás de las colinas y algunas mariposas toman por asalto el aire de afuera. Lugar común la muerte es un libro intencionalmente literario. El tiempo le ha proporcionado esa dimensión. Escritos originalmente durante los años sesenta y setenta como materiales ejemplares de periodismo cultural, publicados en diarios y revistas de Buenos Aires y Caracas, los relatos de este volumen han sido reunidos aquí con alevosía y ventaja, para mostrarse como coincidencia de una constante: la elaboración de perfiles y biografías de autores desaparecidos y de entrevistas con escritores para quienes lo inevitable es inminente, porque así lo anuncian sus condiciones físicas y sus meditaciones: temores y esperanzas; la muerte se aguarda en insomnios interminables o en sueños a duermevela que aspiran a ser escritos por sus dueños o por intrusos como un periodista. Si se aspira a algo es porque hay destino, y el único destino cierto es la muerte. La muerte es otra forma de vida. La vida de la muerte está en la memoria. Contra el olvido, la palabra. Eso es, en efecto, una de las profundas motivaciones de los empeños narrativos de Tomás Eloy Martínez: escribir para darle sentido y forma a la experiencia. Escribir para existir. El destino que alcanza a los personajes de Un lugar común la muerte es un destino particular que es además colectivo. Ese destino pertenece a todos los que pisamos este mundo. La suerte personal es también compartida. Así se trate de la suerte del mito o del anónimo, ésta debe ser revelada y compartida, y para ello está el periodismo como instrumento para preguntar y escuchar, averiguar y comprender . La estructura de Lugar común la muerte, conformada originalmente en 1978 por quince relatos agrupados en dos capítulos, Eclipses y Destrucciones, fue enriquecida en una edición reciente (1998) con una adenda de cuatro textos que le ha proporcionado al volumen un sentido análogo a la Divina Comedia. Con ese apéndice, Lugar común la muerte adquirió una división en tres partes, como el poema de Dante. Pero si en éste la visión del más allá es épica, visitado por el vate en compañía de Virgilio o Beatriz, en Lugar común la muerte la visión es predicativa en cuanto a que el periodista se aproxima a lo desconocido, enunciando la cualidad mortal de los personajes. En el relato “Perón sueña con la muerte”, fechado en 1970, Tomás Eloy Martínez muestra al general argentino vulnerable ante cualquier presagio de aniquilación, sugestionado por las malas artes agnósticas de su secretario. Perón está ausente físicamente del escenario inmediato (el diálogo del periodista con el secretario por diversos espacios públicos en Madrid: una oficina, una taberna, una plaza –la de Oriente–), pero es visible, lo vemos y lo escuchamos, por medio de la acción de las palabras y la yuxtaposición de puntos de vista. Cuando leemos de esta forma que el secretario de Perón, José López Rega, le dice a Tomás Eloy Martínez cómo el General se despertaba sobresaltado por las turbulencias que habitaban en su cerebro mientras dormía, no tenemos más remedio que pensar que este relato nutrió a La novela de Perón, publicada quince años después, en 1985. La puesta en escena de esta obra de gran aliento narrativo corresponde al primer episodio de la novela en el que, una vez más, subraya la voz narrativa, el general sueña con adversidades y es asistido por su secretario. Perón está montado en el avión de regreso a Argentina después de un prolongado exilio en Madrid. Como lo haría años más tarde en Santa Evita en todas su consecuencias, Tomás Eloy Martínez ensaya en La novela de Perón una serie de recursos y procedimientos, en particular esa bifurcación de planos temporales por los que fluye la narrativa hacia delante, cuando vemos el avance de la acción presente: al personaje retornando de su exilio para morir un año después en su patria; y hacia atrás, cuando se reconstruye el pasado y se transcriben las propias memorias del General a través de una yuxtaposición de puntos de vista y la reproducción de testimonios transmitidos por una voz narrativa que cuenta la historia de manera ambigua, porque se pone de manifiesto y va exhibiendo el entramado y el proceso de elaboración de la obra. Una muestra al respecto puede encontrarse en las páginas en las que se resume la introducción a un diálogo con el General: “En la primavera de 1970, casi cuarenta años después de los hechos que estamos a punto de narrar, el poeta César Fernández Moreno y el incipiente novelista Tomás Eloy Martínez interrogaron al general Perón en Madrid sobre la cuartelada que acabó con el gobierno democrático de Hipólito Irigoyen en la Argentina e inició una seguidilla de protectorados militares. Las guardias civiles a la entrada de la quinta, las perritas caniche, el palomar, el fresno: ya conocen ustedes el escenario. La voz ronca del General invitando a pasar, López Rega disponiendo los grabadores, Isabel ofreciendo a los caballeros una tacita de café: ahorraremos todo eso. Recogeremos sólo el desnudo diálogo donde las voces se entremezclan y rearman el pasado (ese pasado) tal como fue. Los visitantes llegaron bien pertrechados, con fragmentos de discursos, opiniones que Perón había dejado caer en el curso de los años y hasta el erudito mamotreto de una profesor gringo a quien el General se obstinaba en alterarle las vocales del apellido. El dueño de casa no disponía de más armas que su memoria, pero en ella había un fenómeno de vivezas largamente resumidas.” La yuxtaposición de puntos de vista en un mismo párrafo despierta otra vez la sospecha: ¿Quién cuenta la historia? ¿El propio autor o un narrador? La voz narrativa aparece incluida en la primera persona del plural y alude al autor de la obra en la tercera persona del singular. Este artificio es notable en las reconstrucciones de escenarios y está lejos de ser una limitante como suele considerarse con regularidad al uso de la primera persona en sus diversas facetas. Tomás Eloy Martínez es inteligente en la forma en que decide cambiar la perspectiva del relato en términos discursivos cuando se trata de subrayar dudas, contradicciones y, sobre todo, poner en orden la información tal como lo hace, por ejemplo, cuando proporciona una alineación cronológica por años con los episodios decisivos del General, antecedida por unas líneas que dicen así: “Quizá tanto zigzag en la vida de nuestro héroe desoriente al lector. Como en la historia se avecinan hechos de índole militar (¿o tal vez política?): se avecinan inundaciones donde aguas de las más variadas especies habrán de confundirse, parece prudente hacer un alto y recordar ciertos detalles de interés.” La primera persona es una constante en la obra de Tomás Eloy Martínez. Es una primera persona del singular que alude al autor en “Perón sueña con la muerte”; o en plural que refiere a la voz narrativa de La novela de Perón. Ese yo o ese nosotros es una constante como recurso que, sin embargo, ya lo anunciaba, no delimita a eso al rasgo estilístico de Tomás Eloy Martínez que, como autor, es ecléctico y versátil, y eso lo demuestra cuando desaparece de la escena como autor y como voz narrativa que opta por la invisibilidad para contarnos, por ejemplo, cómo fueron l os últimos días de Filiberto Hernández y la metamorfosis de su cadáver que requirió maniobras patéticas y cómicas para sepultarlo.
Este mismo empleo de la tercera persona por parte de un narrador invisible está registrado en “Los sobrevivientes de la bomba atómica.” Después de veinte años de la desgracia que cayó en Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, Tomás Eloy Martínez viaja a los escenarios para recabar testimonios de los sobrevivientes. El estilo indirecto libre privilegia la reconstrucción de escenas a través de las observaciones y las palabras de los personajes, pero de igual forma le permite al autor emplear un tono discursivo para resumir sin involucrarse explícitamente: “El 6 de agosto de 1945, la señora Kada bajó a la ciudad antes del amanecer. Era verano y, como la escuela estaba cerrada, dejó a su hija de nueve años con una lista de tareas domésticas: cortar juntos, ponerlos a secar, limpiar la casa, ejercitarse con los pinceles y dar de comer a los pollos. Makiko se levantó con ánimo de trabajar, pero antes quería ver la suave danza del sol alzándose sobre el mar y las colinas. El cielo estaba opaco, velado por tenues vellones de bruma, y el sol de esa mañana brotaba pálido, destemplado, como si no se sintiera en armonía consigo mismo. Sobre la ceja misma de la colina donde estaba la casa de los Kada se alzaba un amenazador coro de nubes .” El procedimiento empleado por Tomás Eloy Martínez, su actitud como narrador que desparece para privilegiar la transcripción en tercera persona de toda la información, que ha resultado de esa mayéutica periodística de preguntar con insistencia para que los informantes cuenten la historia contando el drama particular; acerca demasiado su relato al reportaje canónico al respecto: Hiroshima, de John Hersey. Hersey se trasladó al lugar de los hechos un año después y reconstruyó aquellos ingratos momentos a través de la yuxtaposición de los puntos de vista de seis supervivientes, antes, durante y después del acontecimiento. A ese relato original, Hersey agregó un apéndice en 1985 para conocer cuál había sido el destino de esos seis personajes cuarenta años después. A su relato original de 1965, Tomás Eloy Martínez también le agregó un apéndice en su edición de 1998, y se trata de una serie de testimonios de sobrevivientes, como el de los militares americanos que arrojaron la bomba, recopilados de primera mano a través de entrevistas o de documentación, y que excluyó originalmente porque desencajaban en el procedimiento literario con que construyó la primera y única versión del relato. En este apéndice, Tomás Eloy Martínez presenta los testimonios en primera persona, ordenados a la manera en que Elena Poniatowska organizó el conjunto coral de La noche de Tlatelolco y Ryszard Kapuscinki en El emperador:
La suerte y el destino particular de los mitos y de los anónimos es la suerte y el destino colectivo. Tomás Eloy Martínez busca detrás de los cadáveres y de los fantasmas que sobreviven y dan testimonio de aspiraciones y desgracias. Es una búsqueda obsesiva tras los huesos de Evita, las penumbras de Perón, los insomnios y los sueños de escritores a punto de conocer lo inevitable y la desdicha de inocentes que apenas esquivan el asesinato con la alevosía y la ventaja más criminal de todos los tiempos. Tomás Eloy Martínez tiene la tendencia suicida de arrojarse al abismo. Se ofrece inmolador para resucitar los cadáveres y los fantasmas. Y lo consigue. Y también sale ileso porque, antes de caer, pone en marcha las alas de la escritura, la suya, con las que emprende un vuelo personal, nutrido en la tradición literaria del periodismo con el que avanza hacia la superficie. |