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DE LA NATURALEZA DEL PRIMER AMOR
Greta, joven empleada de la pollería, una mexicana, güera oxigenada, cuelga su teléfono celular con un hondo suspiro y le dice al carnicero chino de al lado que la observa distraídamente:
–¿A poco usted no tuvo un primer amor?
El carnicero, don Li, con el rostro cubierto de agujas canosas y mal afeitadas, poco pelo, encanecido, lentes gruesos, se limpia en el delantal la sangre de res en sus manos, y con un español pasable para California, pues le ha dado tiempo de aprenderlo de tanto convivir en el barrio latino con sus propios empleados, migrantes todos, responde:
–Uno no dice. Lo calla. Da vergüenza.
–Yo no lo escondí, pero resultó peor. Mejor me lo hubiera guardado –dice ella entre risas.
–Yo no. No supo la muchacha –dice don Li, conmovido del recuerdo.
–Se sufre, pero es muy bonito –filosofa Greta.
–Sí, muy bonita –traduce a su modo el carnicero, y se le iluminan los ojos ante la inesperada oportunidad de acordarse.
–¡Iiií!, ya se puso rojo –lo chacotea Greta, y opina sinceramente:
–Qué bonito.
–Sí, bonita –insiste el chino, y con un dedo ensangrentado se limpia un barrunto de lágrima y sin darse cuenta se pinta una gota roja debajo del párpado. Un atisbo de la vieja China, la aldea lluviosa, la hija de la molinera, solos, una tarde en el pozo, mirándose con intensidad. Las guardias rojas se refugiaban de la lluvia en el granero. Allí, en esa paz, lo fulminó el amor, y no hizo nada.
Muchas tardes más se cruzó con ella en el camino. Silencio. Silencio. Luego migró, precipitadamente, a California. Entró ilegal por México. Hijos y nietos nacieron en Estados Unidos. Una vida.
Y Greta lo cachó en todo su sentimiento.
ENTRE JACKIE CHAN Y NUREYEV
El joven padre, esbelto, no demasiado joven, muy alto, un espléndido espécimen humano. Una mascada levemente parda, inscrita con caracteres negros, le envuelve la cabellera azabache, abundante, ensortijada. Como lord inglés, por el mango de bastón le cuelga del brazo derecho un paraguas, pues anunciaron que llovería, aunque de momento no lo parece.
Sobre sus muslos, al frente, simétricas, las piernas desnudas del bebé que lleva colgado en el pecho mediante uno de esos aditamentos modernos tan prácticos. Parecen, las regordetas piernitas desnudas, sendas armas al cinto del padre que camina acompasado, seguro, casi danzando, cual cowboy de un spaghetti western. Dos pistolas, o puñales. El tipo es, a su modo, un dandy. Ropa ajustada, negra. De rostro apiñonado, seguramente árabe, probablemente palestino. Pómulos huesudos, facciones afiladas y oscuras.
El bebé no se le parece nada. Qué tendrá, unos ocho meses. Su aspecto es enteramente oriental, como se dice cuando hay ojos rasgados de por medio. Muy probablemente chino. Como esos muñequitos de la buena suerte. Piel blanca, regordete, jetón y plácido, como un bendito.
Hay un bullicio interesante, algo apestoso, en la plaza de acceso al tren subterráneo de la calle 16. Un puñado de predicadores canta por el arrepentimiento, el fin del mundo y aleluya. Los yonquis white trash y las mujeres negras en desgracia y con costras en la piel parecieran todo menos amenazadores. Parias derrotados, mendicantes. Más bien todo conspira contra ellos.
Van y vienen, suben y bajan, personas con bicicletas ligeras, deportivas. Empleados. Estudiantes. Albañiles y pintores. Mucha gente, sin hacer multitud. Grande como es, San Francisco no es una ciudad de multitudes. Hay espacio. Las personas tiradas en el suelo no estorban, se les puede dar la vuelta.
Hay un tipo harapiento, parece dormido, ovillado junto a una jardinera, y cuando le pasan cerca los pasos el joven padre, extiende un brazo con rapidez de serpiente que acechara, se le prende a la empuñadura del pie y tira con fuerza.
Cruzando un brazo sobre su bebé y abriendo el otro como ala de águila, el joven padre salta, despegando el pie libre y cuando ya ganó aire dirige una patada certera a la muñeca de la astrosa mano que le agarra el otro pie, con tal fuerza en la bota que obliga al indigente a soltarlo, aullando y maldiciendo.
Su salto es sólo un paso de ballet. Los viejos nicaragüenses que esperan el bus 49 y miran ociosos la escena con La Prensa de Managua enrrollada en el puño aplauden admirados. El bebé ni se despierta. Sigue flotando.
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