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La guerra de Calderón
El poder intoxica. La toxina del poder engendra abusos. El abuso tiende en este país a pintarse de institucionalidad. La institucionalización del abuso se llama impunidad, y a su vez casi siempre aspira a la perpetuidad. Así reposan felices demasiados trapos sucios de esta moderna República, desde históricas masacres hasta asesinatos selectivamente desestabilizadores, pasando por escandalosos fraudes electorales y de variopintas, irresueltas tesituras. Por eso somos el país de la mordida.
Felipe Calderón, de quien sigue siendo imposible certificar a cabalidad que sea el legítimo presidente de México, resultó un tipo, vaya, belicoso. Nadie lo hubiera pensado mirando su breve historial público. Como titular de energía, lo mismo que como burócrata de altos vuelos en Banobras fue una eminencia gris. Anodino. Lo mismo cuando fue presidente de an . Pero ya insaculado tal que presidente, o debo decir impuesto “haiga sido como haiga sido” según un dicho suyo, resultó así, belicoso, bravucón. Amigo en demasía de los uniformes y las jerarquías castrenses: un hombre pequeño que, de pronto presidente de un país, se exhibe militarista irredento. En la realidad cruda, fuera de su propia visión en el espejo; en el espejo de los elogios, de los lamesuelas, de la cohorte de merolicos perversos y cortesanos zalameros de que se hace rodear, no alcanza a ver lo que realmente es: un hombrecillo inseguro de poder mantener el equilibrio sobre la silla presidencial que no le pertenece. Por eso, quizá, esa necesidad ridícula de militarizar su imagen y, como alguna vez vimos, hasta la de su progenie. Pero qué hombre pequeño, oiga usted, no se crece cuando se le recita al oído que él, él, él es nada menos que el comandante supremo de las fuerzas armadas, aunque nunca en su vida haya sido entrenado para combate, o padecido el infierno de un enfrentamiento armado, o estudiado estrategia militar, o tácticas de contrainteligencia o, en fin, aprendido a desarmar y ensamblar una pistola. Quizá, pues, Calderón lo que acusa es una irreprensible necesidad de respeto, de legitimidad, y por eso la milicia hasta en el pozole.
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Desde el principio de su mandato hasta esta primera mitad del sexenio, Calderón se ha hecho ver rodeado de galones y charreteras. La guerra contra el narcotráfico y el crimen organizado ha sido, al margen de una pésima manera de hacer valer la ley, una bien montada campaña de propaganda. En la televisión, su principal aliado propagandístico, Felipe Calderón ha logrado aglutinar sólo adulación. La crítica a su fallida estrategia de choque es una lamentable ausencia en el discurso de noticieros y analistas. Ya desde su incipiente campaña por la presidencia, Calderón y sus alecuijes demostraron la beligerancia por venir en contra de cualquier periodista crítico inserto en canales de alta penetración como radio y televisión. Hoy el combate velado al periodismo crítico de los yerros gubernamentales se traduce en el apuntalamiento de una censura igualmente nebulosa: se nos pide a los periodistas, principalmente a aquellos ligados a los medios electrónicos, que solamente enfaticemos los presuntos logros de la guerra al crimen, pero sin mencionar rincones oscuros. Poco o nada la televisión menciona, por ejemplo, que la tal guerra al narco ha causado más muertos en estos dos años y fracción que todos los casos de muerte por adicción y/o asuntos relacionados directamente con el consumo de drogas per cápita en Estados Unidos, el más grande consumidor del planeta, y eso combinando, además, todas las drogas que entran a ese país por otras vías alternas a la frontera con México.
¿Dónde nace esa obcecación por poner al ejército a hacer labor de policía, situar cada vez más soldados en las calles gobernadas por civiles, exponer a las fuerzas armadas a los mismos mecanismos prevaricadores que infectaron de corrupción a las policías de todos los niveles?, ¿por qué ese empeño enfermizo en convencernos de lo que es in extremis indefendible?
Parece que Felipe Calderón, como su nefasto antecesor, habrá de terminar llevando a los medios una guerra que, al final, parecería estar luchando simplemente contra sí mismo. Y mientras tanto, igual que con su nefasto antecesor, la realidad de las calles, la de día a día de pobreza y carencias y falta de oportunidades para millones de mexicanos, seguirá caminando su propia senda, disociada de la versión oficial, paralela de modo que nunca pueda verificar su cruce con la otra, la virtual, la risueña mentira de la televisión.
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