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De la Edad de Oro...
Paralelamente a la cultura griega se desarrollan ideas utópicas en la tradición hebrea. El mito del paraíso perdido es un mito fundacional de muchas utopías, en ésta y en otras tradiciones. Adán y Eva son expulsados de un lugar infinitamente atractivo, y les es imposible regresar a él. Les espera un porvenir incierto y una vida dura y desagradable. Pero, por lo menos, se vislumbra una esperanza: todavía Jehóva habla con los seres humanos, da sus normas de conducta a Moisés, hace un pacto con Abrahám, los hebreos llegan a la Tierra de Promisión. Y, sin embargo, el horizonte se nubla. Los hebreos son muy pocos y están cercados por vastos y poderosos imperios. Casi nunca son, en realidad, dueños de su destino. ¿A qué se deben los repetidos desastres? Los profetas hablan de Jerusalén como si fuera un paraíso perdido por culpa de la debilidad y los errores de sus habitantes; hay que volver atrás, volver a la virtud y a las normas prescritas. Una vez más los mitos en torno a un paraíso perdido que hay que restaurar. Por ello no es posible. Llega la derrota final, la destrucción del Templo y del Arca de Alianza en la época del emperador Tito, y la dispersión de los judíos por todo el imperio romano. ¿Cómo ha podido consentir Jehová que ocurra esta irreparable desgracia? Sin duda es porque el mundo, tal como lo conocemos, va a desaparecer de un momento a otro. La desesperación se convierte en resignación esperanzada: al acabar el universo empezará una vida nueva, totalmente distinta de la anterior. La visión apocalíptica implica una batalla final entre los justos y los malvados, y la salvación en masa de los buenos antes de la destrucción total y definitiva. Todo ello se relata dramáticamente en la Biblia.
Hasta este momento tenían la palabra los filósofos y los estudiosos de la política, cuando se trataba de describir el lugar ideal en que los seres humanos podían llegar a la plenitud de sus facultades y vivir vidas perfectas; en adelante, y por mucho tiempo, filósofos y politólogos serán desplazados por los teólogos. El cambio es profundo y duradero. El aire se llena de espíritus, alados pero generalmente invisibles. Son los ángeles, arcángeles, querubines, serafines... Las imágenes de la región perfecta en la que habitarán las almas de los elegidos son a veces algo primitivas, pero los teólogos sabrán refinarlas. Un paso importante hacia la nueva visión lo da San Agustín, que es a la vez filósofo y teólogo, con su La ciudad de Dios.
La nueva utopía es especialmente tentadora, hasta el punto de que ha durado mucho más que las anteriores y las que han seguido paralelamente. La redención, la vida eterna, la resurrección de Jesucristo y de todos sus seguidores penetran profundamente en la conciencia occidental. Nos espera una vida eterna en el paraíso. Esta es la promesa fundamental del cristianismo, y con ella la nueva religión se extiende en el espacio y se prolonga en el tiempo. Se combina bien con el Apocalipsis del final de la Biblia , ya que este mundo material está destinado a desaparecer y cada uno de los que los merezcan pasarán al paraíso y a la vida eterna, no solamente su alma sino incluso su cuerpo. (Ninguna visión utópica había prometido tanto).
Alguien podría objetar que ya la religión del antiguo Egipto prometía la vida eterna. (Señalaremos, sin embargo, que el cristianismo es más democrático y ofrece el paraíso a todos los creyentes de buena voluntad, no solamente a los poderosos y ricos que podían permitirse el lujo de ser embalsamados y construirse una lujosa tumba). Otro aspecto importante de la religión egipcia: las almas de los que se salvan va a parar a una región subterránea, y lo mismo ocurre con la visión de la vida futura en Grecia y en Roma: el Hades es un lugar sombrío, muy desagradable si lo comparamos con el cielo prometido por Jesucristo, con su visión luminosa de Dios. (Los aztecas y los mayas nos consignarían a un lúgubre mundo subterráneo).
Se desarrollan ahora dos fenómenos nunca vistos antes, o por lo menos no vistos con la precisión y la intensidad que ofrecen ahora. Por una parte, es preciso crear comunidades aquí y ahora, en la tierra, a imitación de lo que será nuestra vida espiritual después de la muerte, y a manera de preparación o introducción a la vida eterna. Son los monasterios y los conventos. Aparecen varias órdenes religiosas de importancia cultural y económica, la de san Benito entre otras. Los monasterios son pequeños centros privilegiados en que la vida es consagrada a la meditación, a la oración y también al trabajo físico. A diferencia de las otras ciudades utópicas, que no llegaron a desarrollarse o bien duraron poco, los monasterios y los conventos siguen existiendo hoy, aunque su importancia es ahora casi nula o invisible.
Otro fenómeno importante es el misticismo. La Iglesia oficial y burocrática desconfía de los místicos, incluso a veces les teme. Los místicos de ambos sexos han entrevisto la belleza de la utopía celestial y quieren vivir en ella no ya después de morir, sino ahora, en vida, y ven este mundo material como una prisión que les impide llegar a la vida perfecta en unión con lo divino. “Esta cárcel, estos hierros” exclama Santa Teresa de Jesús. Pero los místicos siempre han sido una exigua minoría, incapaz de crear una verdadera comunidad o bien una ciudad espiritualmente superior a las ciudades que conocemos. Y la vida en los monasterios y los conventos estaba, y está todavía, en realidad, sujeta a mezquindades, rencillas, rivalidades, envidias, afán de poder por parte de unos pocos, dejando aparte la presencia constante o probable de relaciones homosexuales o lesbianas. Monasterios y conventos se hallan hoy casi desiertos, abandonados muchos por falta de vocaciones religiosas. No olvidemos que la asistencia a los servicios religiosos dominicales en muchos países de Europa occidental oscila entre el tres y el cinco por ciento de la población total. En Estados Unidos las escuelas religiosas han tenido que recurrir a maestros laicos por falta de monjas o frailes: las vocaciones religiosas parecen haber desaparecido.
Vale la pena señalar que el pensamiento medieval, creador de bellas leyendas, se acerca varias veces a la idea de una utopía. Así, por ejemplo, la leyenda del rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda reúne un grupo de valientes caballeros que se respetan y aprenden unos de otros, formando una comunidad ideal. Pero la unidad se rompe y será difícil reconstruirla, aunque se ha intentado varias veces. También detrás de la búsqueda del Santo Grial hay un conato de utopía, un esfuerzo de los mejores individuos por rescatar un pasado simbólico que mejorará el resto del mundo.
La promesa de una utopía permanente y abierta a todos los que la merezcan, ofrecida por las Iglesias cristianas en sus distintas variantes, se frustra en gran parte en los tiempos modernos. A partir del siglo xvi comienzan las sangrientas luchas entre católicos y protestantes, que culminan en el siglo xvii con la violenta y turbadora Guerra de treinta años, contienda que termina en un empate y a la larga acarrea el desprestigio de la teología y poco a poco va desviando la atención de las minorías selectas hacia otra visión utópica, esta vez no basada en ideas religiosas: es la idea del progreso, un progreso continuo, incontenible, que creará la felicidad de los seres humanos en este mundo, nuestro mundo cotidiano y material.
La utopía del progreso triunfa en el siglo XVIII y no ha desaparecido todavía. Es uno de los factores que crean la Revolución francesa de 1789, y hay momentos de euforia en que los revolucionarios creen que el mundo comienza de nuevo y se inicia una era de felicidad, fraternidad, igualdad y libertad. Hay que señalarlo: se dan nuevos nombres a los meses del año, se busca un sistema de medidas, el sistema métrico, basado en las dimensiones de nuestro planeta. El anarquista Babeuf y el visionario Fourier son buenos ejemplos de la imaginación al servicio de una nueva imagen del mundo, un mundo transformado por el progreso y la armonía de todos los seres humanos.
Cartel de la película The Time Machine, basada en el libro de H.G. Wells |
Por desgracia, esta visión no resiste los cambios políticos y militares por ella engendrados. La ejecución de Luis XVI y Maria Antonieta, y el terror desencadenado por Robespierre y los jacobinos llevan a la invasión de Francia por los países vecinos, y después a la militarización del país bajo Napoleón, que consolida y extiende algunos de los logros de la Revolución , pero al mismo tiempo enciende en Francia y después por toda Europa un fervor nacionalista que a la larga dará origen a nuevas guerras. La idea de un creciente progreso engendrado en gran parte por la ciencia moderna y sus aplicaciones tecnológicas se estabiliza, pero pierde terreno. No vemos todavía la felicidad prometida. Y, por otra parte, las utopías religiosas se han venido debilitando a medida que avanzan los tiempos modernos.
Pero los seres humanos no pueden vivir sin utopías y, por ello, en los grupos, pequeños o numerosos, en los cuales la utopías religiosas no funcionan bien o han desaparecido, surgirán nuevas utopías laicas. Son, entre otras, el anarquismo, el socialismo, el comunismo.
Un fantasma recorre Europa: el Manifiesto comunista de 1848 anuncia la llegada de una nueva y poderosa utopía, que empezará a tomar forma a partir de la Revolución bolchevique de 1917. Mientras tanto, coexisten en el mundo occidental las utopías religiosas y las políticas, aunque cada grupo ve al otro como un rival que hay que combatir sin tregua. La religión es el opio del pueblo, afirma Marx. El marxismo es una investigación diabólica destinada al fracaso, afirman los portavoces de las diferentes religiones.
Marx fue excelente sociólogo, muy buen historiador, gran periodista, incluso economista serio (si bien algunas de sus ideas, que parecían originales, creemos hoy que se encontraban ya en las obras de David Ricardo). No fue, sin embargo, buen psicólogo. El “hombre socialista” nunca surgió. Individualismo, egoísmo, deseo de mejorar el futuro de cada familia, impidieron a la larga que se pudiera construir una auténtica utopía socialista o comunista. En forma pervertida, el marxismo duró unos cuantos años en la Unión Soviética , y Marx dudaba que la Rusia zarista fuera de buen terreno para sus ideas y, al desaparecer allí, ha sobrevivido en forma quizá más pervertida en unos pocos países. Ahora comprendemos que las utopías han sido siempre obra de pequeños grupos relativamente homogéneos, con muchos ideales en común, y por tanto es difícil que surjan en grandes Estados muy heterogéneos, como lo era la Unión Soviética.
Así, pues, si no creemos con fe profunda en ninguna utopía religiosa (y este es el caso de muchos habitantes de nuestro siglo) el resultado, por cierto insoportable e intolerable a largo plazo, es que nos hemos quedado sin utopías.
Las consecuencias han sido alarmantes e incluso desastrosas. Sentimos que algo importante y profundo se ha roto, que hemos perdido el camino, y que la relativa prosperidad que nos proporciona el progreso de la ciencia y la tecnología no puede compensar la falta de esperanza que las utopías nos ofrecían. No olvidemos que incluso si muchas de las ideas surgidas en torno a las utopías nos parecen absurdas y disparatadas, otras, en cambio, han encontrado un eco en las sociedades modernas. La comunidad de bienes y el trabajo colectivo han dado origen a las cooperativas, aceptadas hoy como organizaciones útiles y progresivas en muchos países. Las ideas de muchas utopías acerca de la organización de la familia han sido un trampolín para el reconocimiento de los derechos de la mujer. El socialismo es producto del pensamiento utópico, y si bien los llamados partidos políticos socialistas no conservan del ideario primitivo más que una pequeña parte, es indudable el peso de estas ideas en muchos países contemporáneos.
Las utopías son una respuesta a defectos y carencias de la sociedad y un reto para superar estos defectos. Sin ellas trataremos de evadirnos de nuestros problemas mediante conductas poco saludables. Por ejemplo: nunca ha sido tan grande como hoy el uso y abuso de las drogas (y no olvidemos que Baudelaire las llamaba “paraísos artificiales” y Henri Michaux se refería a una de ellas como “miserable milagro”).
Abundan en nuestra época, en cambio, las que pudiéramos llamar “utopías negativas”. Son caricaturas distorsionadas y siniestras de las utopías positivas. Ahí está, por ejemplo, la visión dantesca de una sociedad dividida en dos clases, los “Morlochs”, seres subterráneos que van devorando a los inocentes y pasivos hombres y mujeres que viven en la superficie de la tierra, tal como se describe en la novela de ciencia ficción de h. g. Wells, The Time Machine, o la ciudad monstruosa y automática regida por una máquina invisible en el film de Fritz Lang, Metrópolis, de 1927, o bien la sociedad rígida y jerarquizada, automática y cruel, de Brave New World, la novela de Aldous Huxley, o bien las sociedades represivas, tiránicas, entregadas a policías crueles, propagandistas estúpidos y delatores y espías de 1984, la novela de ciencia ficción de George Orwell, o la fábula política Animal Farm del mismo autor (y la lista puede alargarse en forma alarmante). Frente a estas imágenes negativas no encuentro más que una sola construcción literaria positiva: la novela de James Hilton, Lost Horizon, de 1933 , reforzada por su versión cinematográfica de 1937 con Ronald Colman, nos propone una pequeña supercivilizada ciudad budista en un valle misterioso y oculto del Himalaya, Es Shangri-La.
Y no es por falta de esfuerzo y buena voluntad. Volvamos sí la mirada al pasado, pensemos en la conjunción de dos hechos históricos de gran importancia: el Renacimiento y el descubrimiento de América.
Vista aérea del primer kibbutzim fundado en Nahalal, en 1929 |
El descubrimiento del continente americano prometía un campo muy propicio a las utopías. Se abrían amplios horizontes en que era posible soñar con nuevas costumbres, nuevas ciudades. Se esparcían rumores fabulosos, descripciones de nuevos e increíbles lugares mágicos. El Dorado, la Fuente de la Juventud... Nacían nuevos mitos y, al mismo tiempo, lugares reales en que de algún modo era posible soñar que, en efecto, los seres humanos estaban alcanzado un nuevo nivel de solidaridad, prosperidad y felicidad. La Utopía, de Tomás Moro, es importante por sí misma y porque dio el nombre a todos los experimentos anteriores y posteriores. Moro empieza por hacer una crítica perspicaz y devastadora de la sociedad de su tiempo y sugiere remedios para los graves problemas que describe; pasa luego a narrar lo que un viajero que estuvo en América le ha contado: la existencia de una maravillosa isla en que los habitantes son felices y productivos, nadie explota a nadie, hay tolerancia religiosa, los sacerdotes (femeninos y masculinos) son elegidos por la comunidad, la tierra está bien repartida, las familias son estables, no hay holgazanes, nadie es ni muy rico ni muy pobre, reina la democracia, la razón y el sentido común. En la Nueva Inglaterra los puritanos soñaban con crear una ciudad sabia, renovada, pura, sencilla, una Nueva Jerusalén que brillaría en lo alto de una colina. Había que ver nuestra tierra en forma distinta. Y para describir este Nuevo Mundo no se podía citar a Aristóteles, ya que este filósofo nada sabía de América. Otro filósofo, Montaigne, comparaba a los indígenas del Brasil con sus contemporáneos franceses en su célebre ensayo sobre los caníbales, y concluía que los indígenas eran más sabios, más prudentes y menos crueles.
Los jesuitas en la América del Sur establecieron en el Paraguay y el sur del Brasil, a partir de 1609, una serie de poblaciones y ciudades en que la comunidad indígena fue cristianizada y alcanzó cierto grado de autonomía dentro de los imperios coloniales de España y Brasil, llegando a crear una envidiable prosperidad económica. Se formaron milicias para protegerse contra los tratantes de esclavos. Algunos críticos las han visto como utopías socialistas en la selva; otros, en cambio, las ven como dictaduras teocráticas. En su momento de máxima expansión llegaron a 150 mil habitantes, y sin bien casi todas las utopías duran poco y se destruyen a sí mismas, las Misiones duraron hasta la expulsión de los jesuitas en 1767. A mí me parece ver en ellas la puesta en práctica de las teorías platónicas de la República, con una firme jerarquía en principio benévola y con comunidad de bienes.
En el norte de América hallamos algo parecido, en menor escala; en México, en los hospitales y las creativas actividades iniciadas por el obispo Vasco de Quiroga en muchos poblados de Michoacán, en las que los indígenas aprenden artesanías que todavía hoy admiramos. Vasco de Quiroga había leído la Utopía, de Tomás Moro, y estaba indignado ante la crueldad con que Beltrán de Guzmán había subyugado y expoliado a los chichimecas, culminando en la rebelión de los indígenas en 1533. Mediante disposiciones prudentes y justas consiguió apaciguar a los rebeldes y procedió a aplicar muchas ideas procedentes de Moro. Los indígenas vivirían en poblados bien construidos, con buenas casas, y aprenderían los fundamentos de la religión y de artesanías y otras actividades industriales; trabajarían un máximo de seis horas diarias y aprenderían a autogobernarse y a ayudarse unos a otros. Surgieron hospitales, escuelas, una catedral, seminarios. Reinó la paz y la prosperidad. Ni muy ricos ni muy pobres, los indígenas michoacanos justificaron por largos años la validez de las ideas utópicas de Tomás Moro. Casi al mismo tiempo, al otro lado del Atlántico, en Ginebra, ciudad suiza independiente, un teólogo tan severo como seguro de sí mismo, Calvino, dictaba reglamentos y ordenanzas para que Ginebra fuera una ciudad perfecta, industriosa, moral, consciente de sus deberes sociales y espirituales, y algo admirable debió existir en estas reglas cuando a mediados del siglo xviii un espíritu tan libre y tan poco religioso como d ' Alembert consagra a Ginebra un capítulo entusiasta en su Encyclopédie de 1757.
No olvidemos tampoco las misiones franciscanas de California, aunque han sido severamente criticadas en estos últimos años, porque, según algunos historiadores, la explotación de los indígenas superó los aspectos positivos de dichas colonias, y tampoco olvidemos las numerosas colonias utópicas que aparecen y desaparecen en Estados Unidos a lo largo del siglo XIX, y las no menos idealistas e igualmente inestables y perecederas colonias organizadas por los hippies del siglo XX.
Al mismo tiempo podemos detectar dos tendencias antagónicas en la imaginación de nuevas utopías: la atracción de la vida en un mundo natural, en armonía con la tierra y sus frutos, y la ambiciosa aventura de crear una ciudad nueva en que sus habitantes sean por fin felices y puedan desarrollar sus facultades al máximo. La nueva arquitectura del siglo xx (pensemos en Le Corbusier, en Gropius y la Bauhaus , en Mies van der Rohe, en Paolo Soleri, entre muchos otros) proyecta transformar las vidas de los moradores en los nuevos edificios y las nuevas ciudades en forma sutil pero a la larga efectiva.
En el siglo xx aparece una nueva utopía merecedora de nuestra atención: son los kibbutz (o quizá mejor kibbutzim) en Israel, o mejor dicho, incluso antes de que Israel fuera reconocido por las Naciones Unidas como un nuevo Estado. Impulsados por idealistas socialistas como David Ben-Gurión, los kibbutz han sido un experimento, todavía activo, consagrado a la vida en común, compartiendo las ganancias en cooperativas, con muchas actividades de grupo, partiendo del cuidado de los niños en prekindergarten y culminando en toda clase eventos compartidos por el grupo. Creo que estos kibbutz son la última expresión del pensamiento utópico en el siglo xx y es penoso constatar que han declinado en los últimos años. Eran ante todo un experimento de socialismo agrícola, válido al principio de la creación de Israel, pero perdieron mucho de su prestigio cuando el país se industrializó y nuevos inmigrantes, menos interesados en las ideas socialistas de sus fundadores, pasaron a ser la mayoría del nuevo país, lo cual ha determinado que, en una sociedad menos homogénea culturalmente y más atenta al comercio internacional y a la defensa militar, su papel sea ahora más restringido: muchos kibbutz se han industrializado, otros se convierten en centro turístico para visitantes extranjeros.
Quizá el punto más bajo en toda la historia de las utopías lo encontramos en la segunda mitad del siglo xx: una secta religiosa fanatizada por un charlatán carismático, megalomaníaco y psicópata, Jim Jones, en 1978 se aniquiló a sí misma en Jonestown, Guayana, en un suicidio en masa en el que perecieron 918 miembros; más tarde en Waco, Texas, ocurrió algo parecido bajo otro líder religioso igualmente desequilibrado, David Koresh, cuando los edificios en que habitaban, sitiados por el FBI, fueron incendiados por los propios miembros de la secta y todos perecieron.
Es triste pensar que es hoy imposible, o casi, hallar utopías reales, no descritas en libros, sino funcionando plenamente. Si escogemos algunos principios esenciales para creer que una utopía existe de veras, quizá podremos encontrarlos no solamente en los kibbutz de Israel, sino también en los grupos de menonitas y de Amish que existen en Pennsylvania, Ohio y Canadá. Estos grupos limitan sus contactos con el mundo exterior y llevan una vida sencilla centrada en la familia y la iglesia. Muy poco crimen, todos trabajan, sobre todo como agricultores (incluso los niños trabajan, lo cual viola varias leyes) y todos son solidarios, se ayudan al máximo cuando alguna familia está en dificultades. Pero su rechazo del mundo moderno, que les impide tener automóviles y usar la electricidad, los aleja de la ciencia y la tecnología y les impide gozar de una verdadera libertad de pensamiento y de expresión. La rigidez paternalista de la vida familiar impide los contactos sociales de los jóvenes, y los matrimonios entre miembros de un grupo humano reducido acarrean enfermedades y deformidades. No los veo como ejemplo viable para nuestro presente o nuestro futuro.
Casi es innecesario señalar que cada fundación utópica es una crítica y un rechazo de la sociedad egoísta y materialista en que surge la utopía, un reproche a la crueldad y el narcisismo en que todos hemos vivido y vivimos y, por tanto, ya que nuestras sociedades dejan tanto que desear, las utopías siguen siendo hoy, y serán mañana, un necesario correctivo, una válvula de escape, un plan de evasión. Las necesitamos hoy más que nunca y aguardamos (yo, entre otros) a que surja la próxima utopía y sirva de ejemplo de cómo cambiar nuestras sociedades y nuestras vidas, iluminando el camino hacia un mundo mejor.
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