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Verónica Murguía
Mi tipo
Hace unos días, en las caminadoras del gimnasio, fui incluida en una conversación con dos perfectas desconocidas que me hicieron mil preguntas acerca de “mi tipo”. No me refiero a mi marido, sino al tipo de hombre que me gusta. Creo que mis respuestas fueron insatisfactorias, pues mis interlocutoras quedaron hechas bolas. Ellas, en cambio, sabían perfectamente cuál era su tipo. La media filiación del sujeto es así: “moreno claro o apiñonado (expresión que me obliga a imaginarme un señor con piel rosa), pelo quebrado café o güero, alto y fuerte”.
Yo no pude aportar nada interesante a la plática. Lo que me quedó claro es el tipo de hombre –y también de mujer– que me parece intolerable. Los racistas, los que le hablan feo al mesero, cualquiera que vea con simpatía a Pro Vida, los santurrones y los que empiezan cualquier oración con la palabra güey.
Pero la conversación me dejó pensando. En un ejercicio exclusivamente conjetural, pues estoy casada con un hombre que es mi tipo, naturalmente, llegué a la conclusión de que los chistosos son mi tipo.
Durante años mi amor imposible, sobre todo porque desde hace un rato ya no anda haciendo reír a la gente en este mundo, fue Groucho Marx. Aun de viejo me parecía sexy. Lo vi en una entrevista, ya anciano, cantando, tocado con una boina adornada con un rábano y haciendo girar un bastón. Casi me muero de amor.
La visión de Groucho deslizándose en camisón frente a un doble misterioso en Sopa de pato es uno de los recuerdos que quiero cerca de mí toda la vida. En dicha escena uno puede comprobar que Groucho tenía patas de popote, pero no importa. Su aparición en cualquier película provoca un placer físico, una especie de golpe luminoso que aligera al espectador, que lo estimula, que mueve aquello que nos hace tolerable la existencia. Me lo hubiera comido a besos.
Luego me enamoré de Terry Jones, uno de los actores que conformaban ese grupo legendario llamado Monty Python. Que mi pasión se despertara el día que lo vi vestido de mujer, golpeando un pez de peluche con un sartén, demuestra que esta es una exaltación espiritual, pues no estoy tan loca como para pensar que se veía guapo. Quienes comparten mi afición por los simpáticos asentirán: lo que importa son los chistes, no la facha, y mucho menos el saldo bancario. Ya lo decía Stendhal: si la mujer se ríe, la mitad de la batalla está ganada.
Hace dos años, mi amiga Pilar me confesó que le gustaba un cómico inglés que se viste de mujer. Me dio un dvd para que lo viera, y los cinco primeros minutos me hundieron en un estado de confusión absoluta. El hombre en cuestión se llama Eddie Izzard. Se peina como mi tía Jacinta, usa tacones de aguja, ama las lentejuelas y se pinta las uñas de verde.
A los diez minutos, igual que Pilar, caí bajo su hechizo. En ese lapso, que bastó para que me enamorara como una burra, se burló de los ingleses y su complejo de ex imperio, de los católicos –que adoran al dios Catol–, de San Pablo y sus epístolas a los corintios –nadie en Corinto quiere leer las cartas; luego San Pablo fuma mariguana y les aconseja no meter calcetines al tostador, no chuparle el jugo a los murciélagos, no guardar a la abuelita en un saco–, de Darth Vader, de los gringos y sobre todo de sí mismo.
Al final del programa me tenía sin cuidado que ese hombre usara más maquillaje en una noche que yo en todo el año; que fuera un panzón; que tuviera cara de loco. Y es contradictorio, pues si hay algo que detesto es ese sector de hombres súper acicalados denominados metrosexuales. Izzard se arregla más que mil metrosexuales juntos, pero de nada se burla con más ganas que de su vida. Confesó que perdió la virginidad hasta los veintiún años porque nadie quería andar con él, y que la mujer con quien la perdió no se acordaba del suceso. Delicioso.
Ahora estoy hipnotizada por Larry David, el guionista de Seinfeld. Es calvo, alto y desgarbado. Usa lentes, tiene ojos de pepita y grita como un poseso, pero se burla de temas tabú en Estados Unidos: la raza, la religión, las preferencias sexuales, la etiqueta y, sobre todo, las reglas. Su humor, a veces pueril y escatológico, es un poco brusco, pero no me importa.
Vivir en México, como me decía un taxista, es un deporte extremo. Por eso me gustan los chistosos, porque inclinan el fiel de la balanza hacia el platillo que tiene la risa, aquí donde al leer las noticias no sabemos si reír o llorar.
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