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Mr. Smith
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Cartel ganador de la campaña 2006 contra la caza de focas en Canadá, Cohen Oldham |
Mr. Smith
Marcela Rodríguez Loreto
Con un arpón explosivo reventado en el estómago fue hallado Septimus Smith, oriundo de New Jersey, dentro de la caravana estacionada en Braya Seashore Hide-A-Way Trailer Park de esta península. Escrito con plumón se lee en la alacena: No hay crimen. No hay muerte. Los pájaros cantan en griego. El mundo clama, suicídate, suicídate. Smith tenía 38 años y se había contratado en una flota ballenera. Poco más agrega la información, perdida entre otras breves de Newfoundland. Hacia finales del invierno anterior llegó a Labrador para unirse a nuestra cuadrilla. Trajo a su chica y un perro al que llamaban perro sácate de aquí o perro ven, quién te quiere, eh, al tiempo que se deshacían en mimos con el animal. La primera vez que me invitó, apenas llegar, sacó un envoltorio de entre la mochila y lo arrojó al perro a la entrada de la casa rodante. Una hermosa mujer abrazada al costalillo de croquetas dijo algo así como caducará el alimento si lo acostumbras a esa grasa y a esos pellejos. Parecía menor que él y la clase de mujer que no esperaría encontrar viviendo en una caravana. Tenía porte distinguido, ademanes casi afectados, usaba un tono de voz y unas palabras que nosotros, quiero decir, los que vamos tras atún, salmón, bacalao y eso, no solemos usar ni escuchar. Smith y yo habíamos bajado del campamento después de días acantonados a -0º C debido a la temporada de crías de foca. Necesitábamos beber aguardiente a gusto y buscar calor de hogar dijo él. Ella se recostó en uno de los asientos laterales dejándonos el otro; entre los asientos mediaba una mesa donde Smith fue colocando tres vasos, cubiertos de plástico, comida fría y quizá vieja en cajas de unisel. Ella lo miraba como hacen las mujeres enamoradas, con ese brillo en los ojos y el asomo de una sonrisa. Cuando reparó en mi propio embeleso miró hacia afuera desempañando la ventanilla, me sentí obligado a quitarle los ojos de encima y reparé en una de las fotografías pegadas a la alacena. Envuelto por la luz de sol cobriza estaba él con ropa de combate frente a casuchas medio derruidas color arena, al pie de una montaña desértica, es veterano de guerra, la escuché decir con orgullo, y no pude sino mirar con cierto asombro a mi compañero.
La primavera entró en forma y ciertas crías podían ser cazadas con arma. Él prefería subir al barco, disparar desde allí. Deberías venir, es menos agotador que aporrear y más entretenido que tiro al blanco porque el motor está en marcha. Lo acompañé en una ocasión por divertimento; si la piel lleva más de un agujero nos descuentan un par de dólares. Pero Smith me hacía reír, decía cosas, he perdido de vista al enemigo; entré en contacto con el enemigo; puse distancia entre el enemigo; lo decía riendo y apuntando. Sin importar las veces que bebimos en su caravana y los momentos que cruzamos en el campamento puedo decir que no lo conocí.
Un día sucedió que en adelante no lo dejaron subir al barco. Estuvo callado. No busqué conversación. Todavía no conozco al tipo que hable de sus tropiezos sin que se avergüence o le piquen los cojones, o las dos cosas.
–Hey, Smith, a tu nariz le sentó mal colocarse , je –se burló uno de los compañeros.
–No intentes joderme– lo miró Smith alzando el dedillo. Un hilo rojo escurrió a su mentón y cayó confundiéndose con la sangre del cachorro de foca. Recogió nieve limpia y la puso en la nariz. Siguió con lo suyo. No esperó que el cachorro quedara inconsciente para arrancarle la piel; los ojos de la cría aún respondían llorosos. Tras la jornada me invitó a beber en su caravana; continuaba huraño pero la sola idea de ver a su mujer me hizo decir vamos pues. Repitió lo del envoltorio de grasa y pellejos que robaba de las crías para darlo al perro. La mujer no se asomó. Tuvo que ir a St. John´s, dijo adivinándome el pensamiento. Comenzamos a beber sin ganas. Fue bajando la guardia hasta ponerse boca floja (Un amor perverso...¡Pero hay un dios! ¡Nadie mata por odio!) y el sueño lo tirara. Antes de salir eché un último vistazo al rededor. Era una caravana equipada de lujo con el mobiliario revestido de madera. La fotografía del soldado Smith había sido retirada. Regresé a casa borracho. Mi esposa me esperaba dando gritos. Pocas veces decido golpearla: ¡Cállate! ¡Toma esto, mujer!... Pero la consolé montándola rico, imaginando a la mujer de Smith todo el tiempo. Cuando desperté tenía en mente la palabra capricho. En el cuerpo una laxitud de nervios dolidos.
Consideré mi deber alertar al supervisor del estatus del marine Smith. El supervisor no es un tipo duro. Muchacho, lo llamó dándole una palmadita en la espalda, no preguntes, creo no te gustaría saberlo. La cosa es, tu trabajo con nosotros acaba hoy, haz tu jornada normal y pásate a caja después. Eso es todo, y le dio la mano. ¡Desertor de mierda!, masculló cuando lo tuvo lejos.
Después Smith desacató la regla “las madres no serán tocadas”. Aporreó a diestra y siniestra enloquecido. Anda hasta arriba, arránquenle primero la porra, ¡Cuidado con pisar las crías! Los gritos parecían quebrar el hielo como hace la porra con pico que solemos usar. Conseguimos someterlo entre la cuadrilla. Me pidió lo acompañara por su mochila; como yo mismo preparé el envoltorio para el perro, me pareció ver que me dirigió una tierna mirada. Fuimos a caja, y ahí la señorita dijo que tenía prohibido entregarle la paga. Camino a la puerta del campamento preguntó cabizbajo si sabía de otro empleo. Quizás en Isla Príncipe Eduardo, respondí creyendo hacerle un bien, podrías embarcarte en un ballenero pirata, no esperan que se levante la veda, navegan con banderas de conveniencia. Uno tropieza y le cae encima la naturaleza humana, interrumpió, el supervisor le cae encima a uno. Sólo debes dar en el blanco, concluí. Se tornó. Vive la liberté, gruñó cerrando el puño sin entusiasmo. No lo volvería a ver jamás. Esperé largo rato mirando su silueta con el mono anaranjado contra la nieve de un azul muy bajo.
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