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Marco Antonio Campos
Recuerdo de María Mercedes Carranza
Gracias a Fabio Jurado, Jorge Rojas y el ex agregado cultural de México en Colombia Eduardo Cruz, pude ir por primera vez a Bogotá en septiembre de 2002. En la Universidad Nacional de Colombia, en el bellísimo Salón Oval de la universidad, construido por el extraordinario arquitecto Rogelio Salmona, di el curso “Mito, historia y poesía en el México antiguo”. Di asimismo una lectura en la Casa Silva y me acompañó la entonces directora María Mercedes Carranza. Días antes había visitado a María Mercedes, quien tenía fama de fría y cortante, pero conmigo, las veces que la vi, se comportó con afecto desusual. Ese día me hizo un detallado recorrido de la casa y me regaló libros y discos. Recuerdo que cuando vimos las fotos de José Asunción Silva, en el que suele ser el salón de lecturas y conferencias, hablamos sobre la relación de los hermanos José Asunción y Elvira y estuvimos de acuerdo en que el tal incesto era una añagaza de nota roja y una fuente de chismorreo de mercado.
“Es la mejor casa de poesía que he visto en mi vida. Está aprovechada hasta el último centímetro”, le dije sorprendido en su despacho. Habló de que la Casa cada vez era más difícil sostenerla por falta de apoyo. Me permití el atrevimiento de preguntarle dónde se suicidó Silva. Me señaló el cuarto contiguo, el de la secretaria, apenas a unos pocos metros de su escritorio.
La noche de la lectura, como se había ido la luz en la zona, la lectura no se realizó en el salón. María Mercedes puso una mesa en medio del patio y sobre la mesa unas velas. La invité a acompañarme. “Nunca lo hago, pero te acompaño”, dijo con amabilidad. Es una experiencia muy extraña saber que estás rodeado de gente que te está oyendo y no le ves la cara a nadie ni percibes sus reacciones. En el momento que terminé se prendieron las luces de la casa. No supe si la súbita iluminación precisamente en el instante que terminaba la lectura, no lo sé aún, si fue un ardid calculado de María Mercedes o una insólita coincidencia, pero el acto me pareció como cosa de encantamiento.
Me despedí de María Mercedes, como si nos hubiéramos tratado toda la vida, y le di las gracias por su grata hospitalidad. ¿Cómo iba a imaginar –quién iba imaginar– que ocho meses después, el 10 de julio, se suicidaría agobiada por la depresión causada por diversas razones personales y familiares y por la situación de desesperación política colombiana? Preguntándole a Juan Manuel Roca, recuerda que esa noche hubo el lanzamiento del libro de poesía Amazonas, de Juan Carlos Galeano, traductor de Simic y profesor de la Universidad de Florida. Como era habitual, después de la lectura, se reunía un grupo en la oficina de María Mercedes.
Departieron en la reunión con María Mercedes, el propio autor, Jotamario Arbeláez, Juan Felipe Robledo, Fabio Jurado, Jorge Rojas, Samuel Jaramillo, Robinson Quintero, Armando Orozco, Rafael del Castillo, Leonor Carrasquilla y el presentador del libro Hernando Cabarcas. María Mercedes estaba amable y afable y extrañamente serena. Habló incluso con entusiasmo del éxito del acto “Descanse en paz la guerra” que se llevó a cabo en la Plaza de Toros Santamaría. La velada, dice Roca, fue breve y leve, se despidieron de María Mercedes y un grupo de los reunidos fueron a tomar una cerveza en un pequeño comercio del barrio de La Candelaria y cenaron luego en casa de Cabarcas. María Mercedes quedó en llegar a casa de Cabarcas; no llegó. A las ocho de la mañana del 11 de julio el país entero lo sabía. A petición de Melibea, la hija de María Mercedes, y de amigos próximos a María Mercedes, Roca pronunció en la iglesia las palabras de despedida. Recuerdo que al leer la noticia en México me horrorizó ¿Qué pasaba en Colombia para que una de sus mejores gentes muriera así?
En noviembre de ese 2003 fui de nuevo a visitar la Casa Silva. Al recorrerla en soledad me pareció una casa severa y helada y tuve la impresión de que rondaba fantasmalmente triste la imagen de María Mercedes. Pocos días después leí en el salón de actos lleno de luz. Me sentía extraño. Me presentó Álvaro Miranda, poeta de gran corazón, y nos acompañó en la mesa el poeta Pedro Alejo Gómez, el nuevo director de la Casa Silva , quien ha logrado los apoyos para que la Casa siga funcionando como mecanismo de relojería. La presentación salió impecable, pero sentí que el acto del año anterior, como lo dispuso María Mercedes, había sido más íntimo, misterioso, acaso mágico. Era un adiós sin saludo.
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