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Verónica Murguía
Una mano en la arena
La mano del fuego, la novela con la que Alberto Ruy Sánchez cierra la tetralogía de Mogador, corresponde al último de los elementos: el fuego. Mogador es la ciudad costera marroquí sobre la que ha construido otra que refulge con la luz de los espejismos; la ciudad del deseo donde habitan los personajes que pueblan sus libros. Pero no sólo en Mogador sucede La mano del fuego, auténtico recorrido de diversas geografías.
En este libro, Alberto Ruy Sánchez narra el final de su personaje y alter ego, el editor Ignacio Labrador Zaydún, director de la revista El jardín perfumado. Ruy Sánchez no lo aclara en el libro, pues sospecho que es un sabroso juego privado; pero yo quisiera dar noticia de que ese título no sólo es el playboy sui géneris que dirige el personaje de la novela; también es un conmovedor libro erótico escrito en el siglo xiv por el sapientísimo jeque Nefzaui.
Ruy Sánchez acata la sentencia bíblica y devuelve su criatura al polvo, a la tierra. Polvo (y tinta, pues es una creación literaria) era Ignacio Labrador, como todos nosotros, y en barro se convirtió al final. Y como se dice de los agonizantes: antes de extinguirse, toda su vida transcurrió ante sus ojos. Desde su infancia católica y accidentada en Saltillo –con cohetes, fuego, claro–, y el descubrimiento de su hipersensibilidad; hasta su muerte con una mano de Fátima en los labios, semejante al óbolo de los griegos, talismán fúnebre que lo llevará a salvo a la otra orilla.
En un gesto alquímico, Alberto Ruy Sánchez ha decidido encerrar el ocaso de su personaje en una pieza de alfarería hecha por Tarik Raazali, el “ceramista mayor de Mogador”. La alfarería requiere de la alianza armoniosa de los cuatro elementos (cinco en el mundo de Labrador Zaydún) para ser. Primero, la tierra y el agua, cuya suma es el barro; luego, el aire y el fuego del horno, en cuyo seno se fragua la pieza. Finalmente se debe añadir la imaginación, el quinto elemento de este universo, sin el que no hay arte posible.
Alberto Ruy Sánchez arrojó a Ignacio Labrador al horno de la memoria para cerrar su tetralogía. Así, los recuerdos de Ignacio Labrador llevarán de la mano al lector por las variadas geografías que componen este Kama sutra involuntario, “su camino al fuego”. La mano, emblema del libro, es señal de cada uno de los capítulos.
Al principio de la lectura me dije: “ Kama sutra, sí, porque como todos los libros de Alberto, abunda en asuntos amorosos, en cuerpos, sueños, miradas, besos.” Y, ¿por qué involuntario? me pregunté. Tal vez parte de la respuesta esté en las muchas veces que Ignacio Labrador Zaydún reniega, aunque parezca extraño, de la literatura erótica. Le parece literatura estereotipada.
El Kama sutra, que para los hindúes es un libro revelatorio, dictado por la divinidad, es lo contrario de El collar de la paloma, de Ibn Hazm (siglo XI, Córdoba), el libro cuya gravitación se cierne sobre La mano del fuego. El collar de la paloma es una obra muy dubitativa, la descripción de un delirio, de un cuerpo y, al final, una retractación.
Ibn Hazm fue un hombre lleno de vacilaciones. Al final desconfió del cuerpo y del amor, a diferencia de su contemporáneo, Ibn Zaydún, antepasado espiritual –y, según Ruy Sánchez, quizás sanguíneo–, de Ignacio Labrador Zaydún. En efecto, Ibn Zaydún, el eterno enamorado de la princesa Wallada, fue, y cito a la estudiosa Teresa Garulo, el primer poeta musulmán que reconcilió “los dos aspectos del amor, sensual y espiritual, de una manera natural basada en su experiencia”. Así, Zaydún, el de Ruy Sánchez: nunca se arrepiente de haber amado porque siempre el amor es una aventura espiritual.
Existe, según yo, un principio que distingue los libros de Ruy Sánchez de la mayor parte de la literatura erótica que se escribe hoy: es la ternura. Nunca en sus descripciones hay el menor asomo de misoginia o fastidio, lo cual no deja de asombrar. El minucioso recuento de las pasiones de Ignacio Labrador es un aprendizaje más espiritual que carnal, aunque como el jeque Nefzaui, no duda en describir cuanto cuerpo conoce, literalmente, con pelos y señales. Decía el poeta italiano Eugenio Montale que no había un siglo menos propicio para la poesía que el nuestro. Tampoco para el espíritu son buenos los tiempos.
Quizás por eso para Ignacio Labrador Zaydún no hay trasgresión más decidida, más violenta, que enamorarse. Lo demás, incluyendo el sexo, es lo de menos.
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