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Un carnero con el vellón de oro
Había una vez un cazador que un día salió a cazar al bosque. Entonces, saltó enfrente de él un carnero con su vellón de oro. Al verlo, el cazador le apuntó con la escopeta para matarlo, pero el carnero se le adelantó corriendo y lo mató primero, con los cuernos. El cazador cayó muerto en ese instante. Después, cuando lo encontraron sus amigos, sin saber quién lo había matado, lo llevaron a su casa y lo enterraron. Enseguida la mujer del cazador colgó la escopeta en un clavo. Al alcanzar la edad viril, el hijo le pidió a la madre aquella escopeta para ir de caza, pero la madre se negó a dársela, diciendo: “¡De ninguna manera, hijo! Tu padre murió con esta escopeta; ¿tú también quieres perder la vida?”
Un día el hijo robó la escopeta y se fue a cazar. Cuando llegó al bosque, aquel carnero con vellón de oro le salió enfrente y le dijo: “Maté a tu padre, así que también te mataré a ti.” El muchacho se asustó y dijo: “Dios, ayúdame”; levantó la escopeta contra el carnero, apuntó, disparó y lo mató. Luego, alegre porque había matado al carnero con el vellón de oro, de los que no había en el imperio, lo desolló y se llevó el vellón a la casa.
Poco a poco corrió la voz hasta el zar. Éste ordenó que se le llevara el vellón para que viera qué otros animales había en su imperio. Cuando aquel muchacho llevó el vellón y se lo mostró al zar, éste le dijo: “Pide lo que quieras por ese vellón.” Pero el muchacho contestó: “No lo voy a vender por nada.” El consejero de aquel zar era un tío del muchacho, pero no era amigo de su sobrino, sino un malvado. Le dijo al zar: “Si no quiere darte el vellón, ve la manera de cómo deshacernos de él; ordénale que haga algo imposible de hacer.” De esta manera instruyó al zar, quien llamó al muchacho y le dijo que plantara un viñedo, y que dentro de siete días le trajera de este viñedo el vino nuevo. Cuando el muchacho lo escuchó, comenzó a llorar y a rogar, diciendo que él no podía hacerlo, que era imposible hacer eso; pero el zar le dijo otra vez: “Si dentro de siete días no cumples con lo que te ordeno, no sostendrás la cabeza en tu cuello.” A la sazón, el muchacho se fue llorando a casa y le dijo a su madre cómo estaban las cosas; ella, al escucharlo, le respondió: “¿Acaso no te dije, hijo, que por aquella escopeta ibas a perder la vida, como tu padre?” El muchacho, llorando y pensando qué iba a hacer, a dónde se iba a esconder, salió del pueblo y se alejó mucho. De pronto, una muchacha surgió frente a él y le preguntó: “¿Por qué lloras, hermano?” Él le contestó, enojado: “Ve con Dios, no puedes ayudarme.” Continuó la caminata, pero la muchacha se le unió y comenzó a insistir con su pregunta. “Tal vez –dijo– podría ayudarte.” Entonces el muchacho se detuvo y le dijo: “Te lo diré, pero si Dios no me ayuda, nadie podrá ayudarme”, y le contó todo lo ocurrido y lo que le había ordenado el zar. Después de escucharlo, ella respondió: “No tengas miedo, hermano, ve y pídele al zar que te diga dónde estará el viñedo, y que te lo demarque; toma el morral, pon en él un tallo de albahaca, ve allá, acuéstate y duerme; en siete días tendrás madura la uva.” El muchacho regresó a casa y, afligido, le dijo a su madre cómo se había encontrado con la muchacha y lo que ella le había dicho. La madre, al escucharlo, contestó: “Ve, hijo, inténtalo, de todas maneras estás arruinado.”
El muchacho se fue con el zar, le pidió un lugar para el viñedo y que demarcara dónde iban a estar los surcos. El zar aceptó e hizo todo como se le pidió; el muchacho tomó el morral con el tallo de albahaca, se lo puso al hombro y, malhumorado, se acostó a dormir en aquel lugar. Cuando se levantó por la mañana, el viñedo ya estaba plantado; a la mañana siguiente, estaba cubierto de follaje; en siete días, ya había uva madura, aunque en esta temporada en ninguna parte había uvas. Cosechó un poco de ellas, las exprimió y le llevó al zar un poco de vino dulce, además de un poco de uvas, que puso en el lienzo. Cuando el zar vio esto, se asombró mucho, igual que los demás en la corte.
Entonces, el tío de aquel muchacho le dijo al zar: “Ahora le ordenaremos otra cosa, algo que de veras no podrá hacer.” Nuevamente instruyó a su señor, quien llamó al muchacho y le dijo: “Quiero que me hagas un palacio con colmillos de elefante.” Al escuchar esto el muchacho se fue llorando a casa y le contó a su madre lo que le había ordenado el zar: “Esto, madre, no es posible que sea ni yo podré hacerlo.” La madre le aconsejó: “Ve otra vez, hijo, fuera del pueblo, quizás Dios te lleve con aquella niña.” El muchacho salió del pueblo y, al llegar al mismo lugar donde encontró a aquella muchacha, ella nuevamente surgió frente a él y le dijo: “Otra vez, hermano, estás triste y lloras.” Y él comenzó a quejarse de lo que esta vez le había sido ordenado. La muchacha, después de escucharlo, le dijo: “Esto también será fácil; ve con el zar y pídele un barco y que ponga en él trescientos barriles de vino y trescientos barriles de rakia y, además, veinte carpinteros; cuando llegues en barco a tal y tal lugar, entre dos montañas, detente junto al agua que está ahí y vierte todo el vino y la rakia . Los elefantes vendrán ahí a tomar agua, se emborracharán y caerán dormidos; entonces, que los carpinteros les corten los colmillos y llévalos a aquel lugar donde el zar quiere que se le construya el palacio; acuéstate y duerme, y dentro de siete días estará edificado el palacio.” Enseguida, el muchacho regresó a casa y le contó a su madre cómo, otra vez, estuvo con la muchacha y lo que ella le había dicho. La madre le reiteró: “Ve, hijo, puede ser que Dios quiera que la joven te ayude nuevamente.”
El muchacho fue con el zar, le pidió todo esto y se fue a hacer lo que la joven le dijo: vinieron los elefantes, se emborracharon y cayeron dormidos; los carpinteros les cortaron los colmillos y los llevaron a aquel lugar donde iba a construirse el palacio. En la noche, el muchacho puso el tallo de albahaca en el morral y se acostó a dormir. En siete días el palacio estuvo construido. Cuando el zar vio el palacio terminado, se asombró mucho y le dijo al tío de aquel muchacho, su consejero: “Y ahora, ¿qué voy a hacer? Este no es un hombre; quién sabe qué es.” El consejero le respondió: “Ordénale una cosa más, y si esto también lo hace, de veras es algo más que un hombre.” De esa manera, otra vez incitó al zar, quien llamó al muchacho y le dijo: “Ahora sólo falta que me traigas a la hija del zar de tal y tal ciudad en otro reino. Si no me la traes, no quedará la cabeza sobre ti.”
Cuando el muchacho escuchó esto, fue con su madre y le dijo lo que el zar le había ordenado. Ella lo volvió a aconsejar: “Ve, hijo, busca otra vez a aquella joven, puede ser que Dios quiera que otra vez te salve.” El muchacho salió del pueblo y encontró a aquella joven y le contó lo que esta vez le había sido ordenado. Después de escucharlo, la muchacha dijo: “Ve y pídele al zar una galera, que en ella se construyan veinte tiendas y que en cada tienda haya de la mejor mercancía; pide que se escojan los mozos más gallardos, que los vistan bien y que los pongan como almacenistas, uno en cada tienda. Luego, tú irás en esta galera y encontrarás a un hombre que va a tener un águila viva; pregúntale si quiere vendértela; te dirá que sí y tú dale lo que pida. Después encontrarás a otro, que va a tener una carpa con escamas de oro en una canoa; compra esta carpa también, cueste lo que cueste. El tercero que encuentres va a tener una paloma viva; por la paloma da también lo que te pidan. Del águila arrancarás una pluma de su cola; de la carpa, una escama; de la paloma, una pluma del ala izquierda, y a todos los soltarás. Al llegar al otro imperio, afuera de los muros de la ciudad, abre todas las tiendas y ordena que cada mozo se ponga delante de cada una. Enseguida vendrán todos los ciudadanos y mirarán las mercancías y las admirarán; las muchachas que vengan por el agua hablarán por la ciudad: “Dice la gente: desde que ha existido esta ciudad, no se habían visto barcos y mercancías así.” Esto escuchará también la hija del zar, y le pedirá a su padre que le permita verlo. Cuando ella llegue con sus compañeras a la galera, llévala de una tienda a otra, y muéstrale la más variada y mejor mercancía; diviértela hasta que oscurezca un poco y, al oscurecer, echa a andar la galera. En ese instante caerá una noche tan oscura que no se podrá ver nada. La hija del zar va a tener en el hombro a un pájaro que siempre está con ella y, cuando perciba que el barco se va, soltará al pájaro de su hombro para que avise en la corte qué pasa y cómo está la cosa. Entonces, enciende la pluma del águila y el águila vendrá en ese instante; dile que atrape al pájaro y el águila lo atrapará. Después, la joven tirará una piedrita al agua y la galera se detendrá al instante, pero tú toma la escama de la carpa y enciéndela; la carpa vendrá inmediatamente; dile que encuentre aquella piedrita y que se la coma; la carpa la encontrará, se la comerá y la galera partirá de inmediato. Después de esto, viajarán tranquilamente mucho tiempo, hasta que lleguen a un lugar entre dos montañas. En ese lugar, la galera se petrificará y todos pasarán mucho miedo. Entonces la joven te obligará a traer agua fresca. Enciende la pluma de la paloma y la paloma vendrá inmediatamente; dale un frasquito y ella te traerá agua fresca; luego, la galera partirá al instante y llegarás felizmente a casa con la hija del zar.”
Después de escuchar a la joven, el muchacho se fue a casa y le contó todo a su mamá; luego se fue con el zar y le pidió lo que necesitaba. El zar, sin poder rechazar nada, otorgó lo solicitado; de esta manera, el muchacho se fue en el barco. En el camino hizo todo, como le había sido dicho: llegó debajo de los muros de aquella ciudad en otro imperio; consiguió a la hija del zar como le indicó la muchacha y, felizmente, regresó con ella.
En el palacio, el zar y su consejero veían desde la ventana cómo se acercaba la galera de lejos, y el consejero le dijo al zar: “Ahora mátalo en cuanto salga de la galera, de otra manera no podrás causarle daño.” Al desembarcar el barco en el puerto, comenzaron a salir todos en orden a la orilla: primero la joven con sus compañeras; luego los mozos y, finalmente, el muchacho; pero el zar había puesto cerca a un verdugo y, en cuanto el muchacho salió de la galera, el verdugo le cortó la cabeza. El zar pensaba tomar a la joven princesa para sí mismo y, al salir ella de la galera, comenzó a acariciarla, pero ella se alejó de él y dijo: “¿Dónde está el que se esforzó por mí?” Y cuando vio que le había sido cortada la cabeza, tomó el agua fresca, lo roció, le juntó la cabeza con el cuello y él revivió. Al ver el zar y su consejero que el muchacho había revivido, dijo el consejero al zar: “Ahora éste va a saber aún más de lo que sabía, porque estaba muerto y revivió.”
El zar quiso probar si realmente se sabe más cuando se resucita y ordenó que se le cortara la cabeza y que la joven lo reviviera con el agua fresca. Después de que le cortaron la cabeza al zar, la princesa no quiso saber nada de él, sino que rápidamente escribió una carta a su padre, le contó todo lo sucedido y que ella quería casarse con el muchacho. El padre le contestó que el pueblo tenía que mostrarse de acuerdo con que aquel muchacho fuera el zar, y que si el pueblo no se mostraba de acuerdo declararía una guerra.
El pueblo, muy pronto, estuvo de acuerdo con que era justo que el muchacho tomara a la hija del zar y que los gobernara. De esta manera, aquel joven se casó con la princesa y se convirtió en zar; los demás mozos que iban con él se casaron con las muchachas que acompañaban a la princesa y se volvieron grandes señores.
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