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La mujer mala
Un hombre viajó con su mujer a alguna parte y, viajando así, se encontraron caminando por un prado que estaba recién segado. Enseguida el hombre le dijo a la mujer: “¡Ah, mujer, qué bonito está ese prado segado!” Y la mujer: “¿Acaso tienes los ojos cerrados y no ves que el prado no está segado, sino cortado?” Y, otra vez, el hombre: “¡Por Dios, mujer! ¿Cómo un prado se puede cortar? Está segado, ¿no ves el pasto segado?” De esta manera, mientras el hombre demostraba que el prado estaba segado y la mujer que estaba cortado, se pelearon: el hombre le pegó a la mujer y comenzó a gritarle que se callara; la mujer se le unió por el borde del camino, le acercó los dedos a los ojos y, moviéndolos como si fueran tijeras, comenzó a gritar: “¡Cortado! ¡Cortado! ¡Cortado!” Caminando así por la orilla del camino y sin mirar de frente, sino a los ojos del hombre y cortando con los dedos, la mujer pisó un hoyo que estaba cubierto con el pasto segado y se cayó en él.
Cuando el hombre vio que ella había caído y desaparecido en el hoyo, dijo: “¡Ah, te lo mereces!” Y se fue por el camino sin mirar atrás. Después de unos cinco días, el hombre se compadeció y comenzó a decirse a sí mismo: “¡Vamos a sacarla, si aún está viva! Así es ella, quizás después mejore.” Y tomó una cuerda para sacarla. Al llegar a aquel lugar, bajó la cuerda y, al advertir que se puso tensa, exclamó: “¡Tira de ella!” Cuando la recogió casi por el extremo, había que mirar lo que él vio: en lugar de su mujer, había cogido con la cuerda al Diablo: por un lado estaba blanco como una oveja y, por el otro, negro, como es él. El hombre se asustó e iba a soltar la cuerda, pero el Diablo gritó: “¡No la sueltes, si somos hermanos, por Dios! Sácame afuera y mátame. Si no quieres regalarme la vida, sólo sácame de aquí.”
El hombre aceptó por Dios y sacó al Diablo afuera. El Diablo, inmediatamente, le preguntó qué cosa lo había traído allá para salvarlo y qué buscaba en ese hoyo. Cuando el hombre le dijo que en ese lugar se le había caído su mujer hacía unos días, y que ahora había venido para rescatarla, el Diablo gritó: “¡Qué, amigo, por Dios! ¿Ella es tu mujer? ¡Y tú pudiste vivir con ella! ¡Y todavía viniste a salvarla! Yo me caí en este hoyo hace tiempo, y aunque, la verdad, al principio no me fue fácil, después me acostumbré de alguna manera; pero desde que esta maldita mujer llegó conmigo por poco estiro la pata por su maldad en estos pocos días: me estrechó contra la pared y puedes ver cómo el lado que estuvo hacia ella encaneció. ¡Todo por su maldad! ¡Déjala, por Dios! Déjala aquí, donde está; yo te haré feliz por salvarme de ella.” Enseguida arrancó una hierba del suelo y se la dio: “Toma esta hierba y guárdala: yo me iré y entraré en la hija de tal y tal zar; de todo el imperio vendrán los curanderos, los popes y los monjes para curarla y expulsarme, pero yo no saldré hasta que tú llegues. Tú hazte el médico y ven también a curarla: sólo humea con esta hierba y yo saldré en ese instante. Luego el zar te va a dar a su hija y te va a acoger para que gobiernes con él.”
El hombre tomó la hierba, la guardó en el morral, se despidió de su amigo y se separaron. Después de algunos días, corrió la voz de que estaba enferma la hija del zar: el Diablo había entrado en ella. Se reunieron los médicos de todo el imperio, los popes y los monjes. Pero en vano: nadie podía hacer nada. Entonces el hombre tomó el morral con la hierba y lo colgó en el hombro; tomó un palo en las manos y comenzó a caminar rápidamente hacia la capital zarista, derecho al palacio. Cuando se acercó a las habitaciones donde estaba la enferma, vio cómo volaban los curanderos y las curanderas, los popes, los monjes y los obispos: leen las oraciones, dan la extremaunción, velan y llaman al Diablo para que salga, pero el Diablo, inmutable, grita desde la muchacha y se burla de ellos. El hombre fue para allá con su morral, pero no lo dejaron pasar. Entonces se fue al palacio, con la zarina; le dijo que él también era curandero y que tenía la hierba con la que había sacado a varios diablos hasta aquel momento. La zarina, como cualquier madre, saltó y lo llevó con la muchacha.
En cuanto lo vio, el Diablo le dijo: “¿Aquí estás, amigo?” “Aquí estoy.” “Bueno, entonces haz lo tuyo y yo saldré, pero ya no vuelvas a andar detrás de mí cuando escuches hablar de mí, porque no será para bien” (esto lo hablaron de tal manera que nadie, a excepción de ellos dos, pudo oírlo ni entenderlo). El hombre sacó la hierba del morral, humeó a la muchacha; el Diablo salió y la joven quedó sana como si la madre acabara de parirla. Todos los demás curanderos se fueron avergonzados, cada quien por su lado, pero a éste, el zar y la zarina lo abrazaron como a su hijo, lo pasaron al tesoro, le cambiaron la ropa y le dieron a su hija única. Asimismo, el zar le regaló a su yerno la mitad del imperio.
Después de un tiempo, entró aquel Diablo en la hija de otro zar, más poderoso, vecino del anterior. Se lanzaron a buscar la cura por todo el imperio y, al no encontrarla, se acordaron de cómo, también, la hija de aquel zar había tenido la misma enfermedad y cómo la había curado algún médico que ahora era su yerno. Entonces el zar escribió una carta a su vecino y le pidió que le enviara al curandero para que también curara a su hija: estaba dispuesto a darle lo que quisiera. Cuando el zar dijo esto a su yerno, éste se acordó de lo que su amigo le había advertido al despedirse; como no podía ir, comenzó a explicar que ya había dejado de curar y que ya no sabía hacerlo. Al recibir tal respuesta, el otro zar envió una nueva carta en la que amenazó con levantar un ejército y declarar la guerra si el zar no le enviaba a su curandero. Cuando llegó tal noticia, el zar le dijo a su yerno que no podía ser de otra manera: tenía que ir.
El yerno del zar, al verse en desgracia, se preparó y se fue. Al llegar el hombre con la hija del otro zar, el Diablo se asombró y gritó: “Amigo, ¿qué haces aquí? ¿Acaso no te dije que ya no andes detrás de mí?” “¡Eh, amigo mío! –comenzó a hablarle el yerno del zar– no vengo a sacarte de esta muchacha, sino que te busco para preguntarte qué vamos a hacer ahora. Mi mujer salió del hoyo: que me busque a mí, está bien; pero te busca a ti porque no me dejaste que la sacara de ahí.” “¿Qué? ¡No puede ser! ¡Salió tu mujer!” gritó el Diablo, saltó de la hija del zar y se fue huyendo hasta el mar azul. Jamás de los jamases volvió entre la gente.
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