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Reloj sin manecillas
Los vi llegar a la función de las ocho. Entrarían a ver la misma película que yo. Llegaron de la mano. La viejita muy pintada de sus labios. El viejito con unos zapatos negros recién boleados. Se sentaron junto a mí, en la sala de espera. La viejita tendría algunos ochenta años. El viejito algunos ochenta y cuatro. Pero eso no les impedía alcanzarse los labios para besarse. O rodearse con los brazos para abrazarse. Entraron así a la función de las ocho y se sentaron dos filas delante de la mía. Toda la película estuvieron besándose, acariciándose, pegando sus frentes y narices amorosamente. Yo no podía concentrarme, en realidad. Perdí el argumento de la cinta. No hice caso al papel de los personajes. Y si alguien me lo preguntara ahora, ni siquiera podría acordarme del nombre de la película. Y qué bueno, diría yo. Porque al encenderse las luces, del lugar donde estaban sentados los viejitos vi levantarse a dos jóvenes de escasos veinte años, impetuosos y apasionados, que abandonaron la sala no sin antes cerrarme un ojo con complicidad, como si en realidad quisieran convencerme de que el amor, cuando es verdadero, puede derribar el tiempo. |