Dos poemas
Enriqueta Ochoa
Rabat
Rabat se alza
cubierta de copos de azahar,
el aire canta entre el filo de las almenas
y la luz sorprendida por la blancura de los muros,
nos pestañea,
mira a la ciudad hecha un ascua
en el núcleo del día.
Por la gran avenida
mecen su musical cintura las palmeras.
A menudo las playas se resienten
por el golpe verde del mar
que siempre recomienza;
que protesta con el fervor de la espuma
para avanzar tierra adentro.
Aquí no acontecen dramas que amenacen
con poner gotas de sangre
en el perfume de las flores.
El alcohol tiene una vida recta...
A veces se desliza como de soslayo,
una que otra botella
que hace sus deberes de prestar ligereza,
pero sin trascendencia.
El Corán
Color lila era el manojo de lirios
que dormitaban sobre la mesa,
y en el mantel (podría jurarse)
que se había vertido
el rubor de las amapolas.
Cerré los ojos,
sentía el soplo de oro de la tarde,
su docilidad de miel.
Al cancel del jardín
se detuvo un viejo hermoso
que cegaba por la albura de su chilaba
y de la barba,
como si sobre de ellas hubiera nevado
toda una noche entera.
De sus labios emergió el Corán,
las palabras -frutos maduros-
se quedaron meciéndose en el aire,
suscitando un sabor de rosas maceradas.
Suspenso estaba como el que desde lo alto,
reposando contempla el valle prometido.
En su torno se agruparon las creaturas.
Cuando la tarde cerró,
se alejó perdiéndose entre un hálito
de espumas y silencio.
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