Andrés Ordóñez
Economía y cultura. Botella al mar
Ilustracion de Juan Gabril Puga |
En el denso tránsito de la Ciudad de México, un automovilista intenta ganar un par de metros. El irritado conductor por poco atropella a un obrero de la construcción. El hombre esquiva el golpe y el automovilista para en seco. Tras el intercambio de miradas ofuscadas, el peatón lanza un grito altisonante. La cosa termina en un susto.
Nada extraordinario habría en este episodio cotidiano, excepto la manera en la que el peatón increpa al conductor. El joven albañil, en vez de aludir a la madre del interpelado, le espeta en perfecto estadounidense: fuck you!
Cuando menciono el caso, mis oyentes suelen celebrarlo como un simple detalle jocoso. Sin embargo, la despreocupación con que el incidente es contemplado entraña un problema profundo en México. Me refiero a la escasa relevancia que durante los últimos veinticinco años ha representado la cultura como factor de cohesión ideológica y social, así como de bienestar y riqueza.
En 1983 Benedict Anderson definió la nación como "una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana". Para Andreson, el elemento imaginario es sinónimo de creación social, no de falsedad. Para él lo que en el fondo determina que dos individuos se asuman como parte de una misma nación es simplemente su voluntad de imaginarse así.
¿Qué consecuencias políticas, sociales, económicas, culturales o incluso de seguridad nacional, puede tener el hecho de que el discurso anglosajón esté determinando no sólo la racionalidad sino, sobre todo, la irracionalidad de los sectores populares de la nación? ¿Debemos asumir esta circunstancia como un riesgo a la cohesión nacional?
Desde la perspectiva de Anderson, no cabría duda. A ojos de los mexicanos, es otra cosa. La mayoría ni siquiera lo registra; otros simplemente se obstinan en minimizarlo como un costo tangencial de la incorporación a los procesos económicos globalizados.
Ciertamente, no es cuestión de chovinismo y el asunto nada tiene de globalifóbico. En el mundo actual la importancia de los productos culturales como generadores de riqueza económica y bienestar social cada día es mayor. En Estados Unidos, su participación en el PIB supera el de la industria bélica y en México alcanza el 7%. Sin embargo, es necesario comprender que la realidad es una construcción social y que en lo ideológico los productos culturales son capaces de conformar el modo en que individuos y colectividades realizan la construcción de su(s) realidad(es).
Dicho de otro modo, un libro, una película, un disco, un programa de televisión o una emisión radiofónica comparten con un tornillo o una tuerca su cualidad mercantil. Pero su diferencia fundamental estriba en el altísimo poder simbólico de los primeros. De lo anterior resulta que la calidad social de un tornillo o una tuerca y la de un libro, un disco o una película sea enteramente distinta. Por más necesarios que sean, la tuerca y el tornillo jamás tendrán un impacto directo sobre el modo en que la nación –diría Anderson imagina sus límites y su soberanía.
En el mundo contemporáneo no hay país que pretenda tener influencia y que no posea una industria cultural poderosa. Por esa razón los países desarrollados asignan un lugar especial a sus industrias culturales en los tratos comerciales con el mundo. La articulación entre las políticas educativa, económica, comercial, cultural y exterior conforma una estrategia cuidadosamente planeada y ejecutada que, en última instancia, redunda en cohesión social, desarrollo económico, expansión comercial e influencia política internacional. La cultura les representa un elemento estratégico en lo político, lo económico y lo social.
En el México contemporáneo la cultura posee un enorme valor simbólico, pero carece de valor estratégico. La transformación del proyecto nacional iniciada en 1982 derrumbó el universo simbólico que durante décadas orientó la cultura política mexicana. Desde entonces, el país se ha debatido tratando de reconstruir sus esquemas de autorrepresentación. En ese sentido, la discusión sobre la instalación de un centro comercial Wal Mart en el pueblo de San Juan Teotihuacán dijo más sobre nuestras carencias simbólicas actuales, que sobre cualquier amenaza a nuestro patrimonio cultural. La transición política que vive México es fundamentalmente una crisis cultural cuya manifestación más evidente se da en el terreno de la política, pero que abarca de manera señalada el ámbito de nuestra propia representación simbólica.
En términos generales nuestra identificación nacional e internacional sigue vinculada a los estereotipos generados a mediados del siglo XX, precisamente por los productos de las industrias culturales mexicanas que determinaron la construcción de nuestra propia percepción, así como la percepción que los demás tuvieron y siguen teniendo de nosotros. A principios del siglo XXI, ¿cuál es la imagen que los mexicanos deseamos de nosotros mismos?, ¿cuál es la imagen que queremos proyectar al mundo?, ¿sobre qué base los mexicanos nos seguiremos imaginando mexicanos?
Hace un cuarto de siglo nos dimos a la tarea de iniciar nuestra inaplazable adecuación a los procesos económicos planetarios. Fue imposible seguir manteniendo la pesada carga de subsidios oficiales hasta entonces dispensada. Y allí fue que se nos juntó el hambre con las ganas de comer: la incapacidad de la nueva burocracia formada en las disciplinas económicas para percibir la relevancia estratégica de la cultura, sólo fue equiparable a la incapacidad de la comunidad artística e intelectual para ver en la economía y en el comercio una ventana de oportunidad igualmente estratégica y conveniente para sus propios intereses.
El resultado de este desencuentro es elocuente. En los últimos veinticinco años los mexicanos desmantelamos nuestra industria cinematográfica, quebramos nuestras distribuidoras de películas, fortalecimos el monopolio de la industria televisiva y radiofónica y, sin embargo, no somos capaces de producir más del 5% de nuestra propia oferta en pantalla. Hoy pagamos a las grandes transnacionales discográficas los derechos de reproducción de las canciones y melodías mexicanas por excelencia. Adicionalmente, de ser uno de los polos editoriales en lengua castellana, hoy somos el principal importador de libros españoles.
Después de todo, no resulta extraño que un joven albañil opte por codificar su ira en la jerga urbana estadunidense. Lo que sí llama la atención es la escasa sensibilidad política mostrada durante décadas por los sectores económicos del gobierno federal hacia esta problemática nacional, así como la obsolescencia de algunos sectores ilustrados de la nación empeñados en reclamar privilegios gremiales e institucionales en vez de impulsar de manera efectiva un debate serio, incluyente, constructivo y actualizado, sobre la situación de la cultura en el Estado mexicano y en el mundo contemporáneos.
La doble naturaleza de los productos culturales nos debería obligar a concebir la cultura en general y la industria cultural en particular, como un ámbito de primordial importancia para influir en el entorno internacional, así como para impulsar la generación de riqueza y bienestar social al interior del país.
En el mundo la cultura es hoy, junto con la industria militar, la biotecnología, la informática y la educación, un campo estratégico. En tanto países como Gran Bretaña o Francia la economía ya se encuentra construyendo públicos a partir de los indicadores de consumo cultural, en México continuamos la destrucción de públicos potenciales, merced al desinterés generalizado en los aspectos económicos del fenómeno cultural, es decir, la urgente y necesaria vinculación de la industria cultural mexicana a los procesos productivos de la nación, a la formulación de políticas públicas, a la estrategia de expansión comercial, al sistema educativo y a la política exterior.
En el México de hoy la cultura posee un alto valor simbólico, pero no hemos atinado a conferirle el altísimo valor estratégico nacional e internacional que le es propio. Una vez más los mexicanos estamos llegando tarde al banquete de la civilización. Hemos perdido mucho tiempo. Ojalá y la cultura por fin sea redimida de su papel ornamental y patrimonial.
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