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JORGE MOCH
Para Pedro Medina, dondequiera
que ande fotografiando corales
SALVE, PLANETA AZUL
Alguna vez entre mis oxidados oficios fui buzo. De niño soñaba con pertenecer a los gorras rojas de don Jacques Cousteau. Hasta fuimos Pedro Medina y yo a platicar con su hijo Jean Michel cierta vez que vino a México (El Viejo todavía vivía), para manifestar nuestra preocupación, informales representantes de la perrada más o menos comprometida con la salud de mares y ríos, por el avorazado desarrollismo pendejo en las costas de Jalisco, de cómo los hotelazos proyectados terminarían de manera ineluctable echando la caca al mar; de cómo en la mente de los constructores la fauna y la flora endémicas del litoral, los arbustos caducifolios, el venado, la tortuga, la serpiente y el alacrán no eran más que estorbos exóticos al paso de la retroexcavadora, alimañas peligrosas para albañiles y recamareras mexicanos pero sobre todo para turistas gringos. Eran años de la ribera dorada, el baño de oro de otros animales, los políticos, bestias del priato (hoy simplemente mudaron de piel, como las víboras que tanto asqueaban), tal aquel nefasto gobernador y cacique Guillermo Cosío Vidaurri, poco antes de que lo chiflaran por las explosiones del drenaje en Guadalajara un 22 de abril. Al final no logramos nada. La Sociedad Cousteau se dijo hostigada por el gobierno y cerró la oficina mexicana que, por cierto, ni siquiera estaba en México, sino en Los Angeles.
Fui buzo, decía. Fui. Hoy a lo más que llegamos en esta familia cada vez más alejada de las playas puercas de nuestro México de cartel publicitario, o sea, vistas de lejitos, desde helicóptero si te quieres evitar la urticaria, la infección de oído, la septicemia, es a una solitaria pecerita que mi hermano le acaba de regalar a mi hija. Allí vive Flipi (la bautista tiene cinco años, agarren la onda), beta tailandés rojo como mis rabias que se contenta con aburrirse olímpicamente cual si viviera recetándose una homilía politizada de Rivera Carrera. Con que de vez en cuando se le cambie el agua (muy de vez en cuando, no se imaginan qué de cochino y sufrido es Flipi, si hasta parece de la raza nuestra) y cada dos o tres días le echemos unos granulitos que huelen horrible, se conforma.
Mis aventuras submarinas languidecen en el recuerdo, pero me siguen fascinando los animales marinos y la quietud azul del abismo que a tantos provoca, la primera vez que se embocan el regulador y miran más allá de las aletas, súbitos ataques de pánico; me sigue causando un enorme respeto y una suerte de cariño catedralicios la inmensidad del mar, la ecuménica inocencia de sus criaturas. Por eso me gusta Planeta azul, (The Blue Planet), serie de ocho documentales de cincuenta minutos realizados por la bbc inglesa, narrados por sir Richard Attenborough. En México es transmitido en la barra de Animal Planet con sistemas de pago, pero a veces repetido en barra abierta.
Planeta azul es una joya del compromiso con la conservación de ese ochenta por ciento de la canica que paulatinamente vamos convirtiendo, con la viral necedad que nos caracteriza, en excusado sideral. El productor es Alastair Fothergill, un egresado de las universidades de Andrews y Durham que pertenece a la Unidad de Historia Natural de la bbc desde 1983. Ha trabajado con Attenborough en varias series documentales como Life in The Freezer (La vida en el congelador, acerca de la fauna en los polos) y The Trials of Life (Los juicios de la vida). En 1992, Fothergill fue nombrado jefe de la Unidad, privilegio que prefirió abandonar seis años más tarde para hacerse cargo personalmente de Planeta azul. Colaboran con él biólogos y camarógrafos, aventureros de cepa como Martha Holmes, Andrew Byatt, George Fenton (quien musicaliza la serie), el experto en ballenas azules Bruce Mate y la pareja de marineros eternos (viven en su velero recorriendo el mar, fotografiando buena parte del material de Planeta azul) que forman la periodista Jessie Lane y el bioquímico Kit Rogers.
Dan ganas de volver a bucear. De buscar el morro de apacibles rayas de cinco metros de envergadura en las islas Marietas; de bajar al a profundidad para mirar las cabrillas con sus caras de diputados aburridos, tan dueñas de su curul de piedra. Pero es imposible; el traje de neopreno no me entraría ni con calzador. Prefiero ahorrarme la vergüenza de que se me confunda con un fantástico tamal cerúleo, una enorme bola de chicle de uva. Qué tal que me confunde un tiburón, si es que alguno, claro, ha sobrevivido a nuestros nueve mil trescientos kilómetros de costa-basurero...
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