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Borges y el bullying:
influencias literarias
Saúl Renán León Hernández
A mi querido amigo Leopoldo Flores Romo
Recordar mis primeros años escolares no me produce ningún placer por haber sido víctima de unos verdaderos aprendices de matones, declaró Borges en Ensayo autobiográfico (1899-1970). Al sentirse “toreado” y viviendo en la pesadilla de un laberinto sin salida, no debió ser difícil para el pequeño Borges asociar el bullying con la imagen del Minotauro. Así lo expresaría a propósito del edificio descrito en un grabado: “Mi vista no era óptima, y yo era muy miope, pero pensaba que si me ayudaba una lupa podría ver un minotauro adentro. Era, además, un símbolo de perplejidad, un símbolo del estar perdido en la vida; creo que todos, alguna vez, nos hemos sentido perdidos, y el símbolo de eso yo lo veía en el laberinto (Roberto Alifano. Conversaciones con Borges, Madrid, Debate, 1986). Por otra parte, la merma en la autoestima como efecto del bullying a largo plazo resalta en el mismo Ensayo...: “Durante toda mi juventud pensé que el hecho de ser amado por mi familia equivalía a una injusticia. No me sentía digno de ningún amor en especial, y recuerdo que mis cumpleaños me llenaban de vergüenza, porque todo el mundo me colmaba de regalos y yo pensaba que no había hecho nada para merecerlos, que era una especie de impostor. Alrededor de los treinta años logré superar esa sensación.”
“La casa de Asterión” y “El Sur” revelan con claridad la obsesión por comunicar a los demás el estado de perplejidad que le produjo el bullying, estado que creía no comunicable por el arte de la escritura. Pero cuando aclaró que para escribir “La casa de Asterión”, se inspiró en El Minotauro de George F. Watts, estaba reconociendo que aquella pintura le había comunicado algo que él había estado intentando hacer a través de la escritura. Todo indica que el pequeño Borges pertenecía a un grupo denominado “víctima provocadora” y que, por un lado, no sin cierta dosis de soberbia, se sabía intelectualmente superior a sus compañeros de clases pero, por otro lado, también un cobarde físico. Como dijera en “La forma de la espada”: “Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde físico, magnificaba su soberbia mental.” Sin embargo, ser un cobarde físico magnificaba también el temor a la plebe que lo hostigaba. La insistencia en la descripción de sus orígenes (abuelos militares con tendencias al heroísmo) y haber sido hijo de padres cultos y refinados, está sintetizado en La casa de Asterión: “Sé que me acusan de soberbia […]. Algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe […] No en vano fue una reina mi madre, no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.” El final es revelador, ya que el relato manifiesto de Teseo, “¿Creerás que el Minotauro apenas se defendió?”, tiene el significado simbólico del individuo hostigado que rara vez se defiende y cuyo sufrimiento, en algunos casos, los conduce a defenestrarse a través del suicidio.
George Frederic Watts, El Minotauro, 1885 |
El Borges-Minotauro está encerrado e intrigado por el “otro” que lo busca constantemente y al que él busca con similar insistencia hasta decir: “Ojalá fuera éste el último día de la espera” (“El laberinto”). Ahora sabemos sin duda alguna que el niño víctima de bullying vive diariamente este suplicio “del último día de la espera”, entrampado en el laberinto de una patología de la creencia o de “la ausencia de los demás” como la llamó Pierre Janet, el psiquiatra de Roussel. [Foucault. Raymund Roussel, 1963; Enfermedad mental y personalidad, 1984]. Soñarse en un laberinto es símbolo de estar ante problemas difíciles de manejar como si no tuvieran salida, aunque no se esté realmente prisionero. Borges subraya la idea: “Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales […] Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura?” Es decir, sentirse entrampado (sin puerta, sin llave y sin cerradura), esperando quién lo rescate del sufrimiento. Y, ciertamente, cuando uno observa El Minotauro, de George F. Watts, esa es la primera impresión que genera; además de una viva sensación de lástima por el pobre monstruo en su soledad y a la espera del rescate, véase si no.
El Minotauro de Borges simboliza al humano que se siente un extraño que constantemente busca al “otro” y a “los otros” para comprenderlos en su bestialidad de “aprendices de matones”. Por eso escribió: “He olvidado los hombres que antes fui” (“El laberinto”). Pero, en “Edipo y el enigma”, revela el proceso de maduración en el que “piadosamente Dios nos depara sucesión y olvido para que no nos aniquile la ingente forma de lo que somos, lo que seremos y lo que hemos sido.” Sucesión y olvido equivalen a perdón, tanto del “otro yo” como a “los otros”, pero también a la reconciliación con lo que realmente somos. Mas a esto se llega necesariamente cuando se comprende que el laberinto del misterio de la vida no tiene sentido ni solución y, en todo caso, el laberinto es tan inmenso que abarca al universo entero y de eso ningún mortal es culpable, tanto menos si: “En el centro puntual de la maraña/hay otro prisionero, Dios, la Araña.” (Jonathan Edwards: 1703-1758). El Borges adulto comprende que víctima y victimario son parte de la maraña y es porque, como diría Fromm en la misma línea de Foucault, el carcelero que vigila al prisionero termina construyendo su propia prisión.
En el prólogo de Artificios (1944) escribió: “De “El Sur”, acaso mi mejor cuento, básteme prevenir que es posible leerlo como directa narración de hechos novelescos y también de otro modo.” Leámoslo entonces de ese otro modo. En “El Sur”, Borges-Dahlmann se confronta con su yo a nivel profundo: “En eso días Juan Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara.”; pero el meollo del relato es precisamente que el trauma físico que condujo a Borges al sanatorio le hizo rememorar el bullying y en el relato resurge la figura del toro y el viaje al pasado: En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no solo al Sur. [Las cursivas son mías]. En las circunstancias narradas, viajar al pasado representa una regresión. Luego no es casual que el libro que Dahlmann va leyendo sea Las mil y una noches pues constituye el símbolo de la demora, de la postergación, de que algo no llegue a ocurrir, pero cuya circularidad convierte en obsesión aquello que precisamente se desea olvidar. Pero Las mil y una noches no pueden evitar lo inevitable. Mientras Dahlmann cenaba, unos compadritos desde otra mesa le lanzan migas de pan (obviamente son el sustituto de las bolitas de papel en las clases). Dahlmann, perplejo, intenta tapar la realidad abriendo el volumen de Las mil y una noches, pero las bolitas lanzadas por los aprendices de matones siguieron cayéndole encima. Dahlmann intenta justificar su miedo diciéndose que “sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa.” El hombre muy viejo “oscuro, chico y reseco” que mira en el suelo al entrar al almacén, simboliza al padre Jorge Guillermo y es quien, casi al final del cuento, le lanza la daga para que acepte el duelo. Finalmente el padre, convertido en el duro gaucho que el hijo deseaba hubiese sido, va al rescate del triste y agobiado Minotauro incapaz de defenderse por sí mismo. La expresión “Vamos saliendo” que le dijo el compadrito, es la clásica de lo que en México decíamos de niños para empezar una pelea después de clases. Al final “El Sur” destila liberación, una ruptura contra el miedo, contra la cobardía y contra la muerte.
Cabe entender por qué Borges consideró “El Sur” su mejor cuento. Es quizá la más honda confesión de la cura auto-analítica contra las secuelas del bullying. Ya antes había intentado escribir algo parecido (en “Hombres pelearon”), pero no le gustó. Tuvo que sucederle un trauma más fuerte que el bullying para poder enfrentarlo y superarlo. Por eso termina “El Sur” diciendo: “Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.” Y tal vez por lo mismo, ante la pregunta de qué se llevaría de este mundo al morir, Borges contestó: los momentos de arrojo que tuve en la vida.
Pedro Requejo, Minotauro, San Lorenzo de El Escorial, España |
Veamos ahora un punto crucial sobre uno de los factores asociados al bullying y que tiene relación directa con la prueba de iniciación. Casos emblemáticos, por extremos, fueron Borges y Kafka. A diferencia de Kakfa que sufrió una pésima relación con la figura paterna que, dicho literalmente en Carta al padre, lo mantuvo en un estado de estupor y sufrimiento que creía irreversible a menos que todo pudiera ser cambiado, Borges fue sobreprotegido. Así, mientras Kafka reflejó la angustia de ser “detenido” en su desarrollo (lo cual, Fromm en El lenguaje olvidado, subraya al analizar El Proceso); Borges, en cambio, reflejó la angustia de la iniciación en las relaciones interpersonales anudadas por el bullying. En su estupor y dolor irreversibles, las grandes interrogantes del pequeño Kafka pudieron haber sido: ¿Qué hice para merecer este sufrimiento? ¿Soy inocente o culpable? Lo cual es palpable en El proceso. Pero también para justificar el injustificable rechazo, acaso pensaría Kafka: ¿Tendré que ser como un absurdo y monstruoso escarabajo? En Borges, la relación con el padre se inscribió en el otro extremo y, víctima propicia, el bullying lo hizo sentir como un Minotauro en su laberinto y a la espera de ser rescatado del terrible sufrimiento. En Kafka el enfrentamiento edípico contra el padre fue prematuro e irresuelto, contra un padre que lo menos que deseaba era que el hijo se dedicara a la literatura; mientras que en Borges el enfrentamiento edípico nunca sucedió del todo pues, de hecho, se plegó siempre a la voluntad de un padre que deseaba que el hijo fuese el escritor que el padre no había logrado ser. No es descabellado inferir que la muerte del padre desencadenó el accidente en Borges (Dahlmann) y ambos propiciaron el tardío enfrentamiento edípico cuya resolución supuso la superación consciente de los efectos del bullying que prácticamente habían permanecido como productos subterráneos de un trauma no resuelto que, en los reiterados intentos de superación, será sublimado a través de la obra literaria, mucho más allá de su posible alcance terapéutico.
Finalmente: ante una común patología de las creencias o de “ausencia de los demás”, el Gregorio Samsa de Kafka bien pudo ser el Asterión de Borges y viceversa; todo depende del origen y la forma de solución del trauma, por eso la literatura laberíntica siempre cierra, mientras la metamorfosis permanece abierta: una resuelve el trauma, la otra no. La obra laberíntica cierra y toma postura; por ello, Borges, en cada uno de sus cuentos y poemas intentó dejarnos una redonda impresión moral, no obstante que él mismo se declaró no moralista. Sin embargo, el mejor Borges fue aquel que en Los conjurados, nos quiso llamar la atención sobre el hermoso deber que tenemos de imaginar que hay un laberinto y un hilo que quizá nunca encontremos, pero que vale la pena seguir buscándolo. Yo por mi parte, a despecho de Christopher Domínguez y de Alan Pauls, me quedo con este último Borges.
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