Es la nieve, sobre tus hombros encogidos.
Del lado izquierdo, negra.
Del lado derecho, púrpura.
Esferas de hielo al fin,
te golpean con vocablos incomprensibles,
ya de centro plomizo.
Poeta en oración bajo un puente colgante:
lo preciso de la embriaguez resulta
aceite hirviente o laguna mental.
¿Y tu adorada Grete, con su mirada roja?
Duro desde niña su sañudo lenguaje,
sus juegos de arrogancia.
Se salvó de tu genio con sus mejillas de manzana,
también se hizo de un arma de fuego entre sus piernas.
Párpados, podredumbre, pájaros, serpientes:
jeroglíficos hacia futuras representaciones.
¿Y el limbo de la guerra?
¿Cómo lo sella una cabeza hueca?
Heridos se desangran por los pasillos del hospital,
ahí donde juraste no volver a mentir.
Pero la nieve insiste, las enfermeras huyen
y aparece la sala de tu casa:
con Grete recorrías el teclado del piano,
mientras tu madre modelaba su vestido de novia.
De metros bajo tierra, como una sacudida,
apareció la furia de tu padre.
Grietas en los muros. Fracturas en los dedos.
Ovejas balando sus inútiles sacrificios:
alud, laúd, apotheke, modus operandi.
Sobredosis de cocaína. ¿Cómo atrapar sin remolinos
a esa estrella fugaz?
Silabario mudo, lengua reseca, puños agonizantes.
Fue imposible salvarte. Dio comienzo
tu viaje por el aire viciado.
Tus veintisiete años resplandecían,
trigo reciente de la aurora.
Grete ya te esperaba con sus labios abiertos
y se besaron como sólo se besan
los amantes de la misma sangre,
aquellos inventores de los espasmos del infierno.
El cielo bajó a ser bendecido
por la superficie del agua.
El Salzach despertó entre la espuma
de sus corrientes invisibles
y el Ángel Blanco mojó en él sus pies desnudos,
además de tu poesía hecha polvo. |