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Ana García Bergua
Carretera
Cuántas carreteras he cruzado en las últimas semanas, o más bien, cuántas veces he andado por la misma carretera, primero serpenteante, luego prodigiosamente recta, a Veracruz: una carretera con cafecitos salvadores. En la carretera no sólo se dilata el espacio, también el tiempo parece detenerse: postergamos nuestras urgencias y nuestros horarios, sometidos a la línea que se dibuja en el paisaje con sus reglas, sus sorpresas y cuadros de nubes a cielo abierto. La carretera es como un caballo que nos lleva al galope sobre su lomo curvado y nos lanza lejos, con un chicotazo en el aire.
Fueron los estadunidenses quienes descubrieron la libertad de la carretera como tema cinematográfico y literario, ese no estar en ningún lado, ese vivir en perpetuo movimiento, e inventaron el road movie, todo un género en el que los protagonistas por lo general huyen de algo por carretera y encuentran en el camino alguna verdad sobre sí mismos. Desde Nacidos para perder, hasta Thelma y Louise , una parte de Mad Max o Alicia en las ciudades, de Wim Wenders, en tantas películas en las que el viaje no es el destino sino el trayecto, la carretera, ésa que se sigue kilómetro a kilómetro, es la verdadera protagonista. Y por supuesto, la novela de Jack Kerouac On the road con sus personajes que caminan por las carreteras gringas. ¿Inventarían los beatniks el tema de la carretera? Desde luego que no, pues antes de la carretera existió el polvoso camino, y para constatarlo basta con evocar tan sólo a Don Quijote y a Jacques, el de Diderot. Incluso “Bola de sebo” de Maupassant tendría su parte de “narración en un carruaje” y, por supuesto, Madame Bovary en el célebre episodio de Emma y Léon. Pero la carretera nació con los automóviles, que surgieron o más bien esplendieron –y me temo que ahora han hecho metástasis –con el señor Ford.
Yo no tuve una infancia de carreteras, pues mis padres no manejaban; salía con padres ajenos o en autobús, y deseaba que se repitiera en mi vida aquella escena del cómic Charlie Brown en la que Carlitos y Lino hablaban de la seguridad que siente un niño al viajar dormido en el asiento trasero del auto a mitad de la noche, mientras sus padres conversan en la parte de adelante, de camino hacia algún lado. Procuramos darles ese pequeño paraíso a nuestras hijas, no sé si se logró. Que el sol te abra los ojos y una voz te diga: ya llegamos.
Amo las flores rosas que se plantan a los lados de la carretera, como nubes, y amo los paisajes y las montañas, la sensación de que está cerca el mar y muy pronto llegaremos, cuando sentimos el calor pegajoso y el olor a sal y aventamos lejos el suéter. Amo cruzar pueblos desconocidos, ser una especie de testigo de una película afuera de las ventanillas, en el auto o en el autobús. Quizá por eso, también, la carretera es tan cinematográfica: por la ventanilla vamos viendo la cinta del paisaje, las ciudades lejanas y los pueblos que a veces alcanzamos a cruzar, las cúpulas amarillas de las iglesias como una tentación soleada, las vacas que uno debe anunciar a los niños: mira, Juanito, una vaca, un burro, unos borregos o unos guajolotes. Un paisaje que camina en sentido inverso a nuestra marcha, un largo adiós. La carretera es una película y al igual que en las películas, no siempre sabemos el final. El tren, qué ilusión, se acabó en México y es una desgracia: en los trenes los pasajeros caminan y pueden conversar, lo cual es su gran gracia, libertad adentro de la libertad, movimiento adentro del movimiento.
La carretera también es una pesadilla cuando la ciudad se traslada a sus carriles, la invadimos con nuestros autos y entonces decide empezar desde mucho antes de llegar a sus límites: ya estamos en un embotellamiento, ya estamos en la ciudad, y los autos, que no saben ni pueden hacer otra cosa que moverse o no moverse, se transforman en feos edificios de chatarra, en casas provisionales, como en el magistral cuento de Cortázar “La autopista del sur” (escribí sin querer “La autopista del ser” y lo dejo porque me gustó: ser también resulta vertiginoso). En realidad, basta con una pequeña aglomeración de humanos para que el camino o la carretera dejen de serlo. Y por el contrario, también basta con detener el coche un momento, bajarse en medio de una llanura, de unas montañas, de un pastizal, sentir el aire que golpea y el sol que abrasa, el susurro de los demás autos que pasan como golpes rápidos y darse cuenta de que la carretera es nuestra dueña.
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