Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 25 de mayo de 2014 Num: 1003

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bunker, el soplón
Ricardo Guzmán Wolffer

Salvador Novo,
un disidente

Gerardo Bustamante Bermúdez

Campo de Ourique
Jorge Valdés Díaz-Vélez

Semiótica de la barbarie
Carlos Oliva Mendoza

Victoriano Salado
Álvarez en su tinta

Zelene Bueno

Los Episodios
Nacionales Mexicanos

María Guadalupe Sánchez Robles

Salado Álvarez,
un brillo en la
niebla del olvido

Jorge Souza Jauffred

Van Gogh y Artaud:
¿genio y locura?

Vilma Fuentes

La gran batalla
Tasos Livaditis

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Zelene Bueno

Victoriano Salado Álvarez
en su tinta

Ilustración de Gabriela Podestá

En sus casi desconocidas Memorias, publicadas quince años después de su muerte, Victoriano Salado Álvarez, con genial naturalidad nos conduce por los pasajes de su vida. Los renglones siguientes, de su propia mano, muestran pasajes de su infancia que retratan momentos especiales que merecen ser leídos, a pesar del olvido en que invernaron sus obras durante decenios. Escuchemos y disfrutemos, pues, de su voz recreando algunos momentos memorables.

De su familia: “Es una de las más antiguas –no de las más nobles, que es otro cantar– de todo México. El primero de mi apellido que vino a la nueva España fue Juan Salado (Joan sa Lado se firmaba), que fue escribano de la Audiencia de Guadalajara […] y cuyo nombre figura en muchos documentos públicos.”

De su abuelo: “Nacería en 1799 o 1800, pues aseguraban las crónicas que contaba once o doce años cuando la familia entera, así como todo el pueblo, tuvieron que huir (de Teocaltiche) a Aguascalientes. La causa de esa hégira tremenda fue que el cura chicharronero quemó el lugar y expulsó sin piedad a los moradores en 1811.”

De su abuela: “Yo fui el nieto mimado, y cuando mi abuelo murió pasé a vivir a su casa y a ocupar un pequeño sitio en el que había sido su lecho conyugal […] Me convertí sin quererlo, y sólo por los mimos de mi abuela, en un tirano doméstico y mi opinión se tomaba en cuenta para todo.”

De los rezos de su abuela: “Era mi abuela mujer bellísima y amorosa que no le importaban los éxitos en materia pecuniaria, sino la ausencia de los hijos o el esposo. Alguien le sugirió una singular devoción: rezar a las tres de la madrugada en medio del patio, lloviera o helara, la novena de Santa Tais. Debe de haber sido espectáculo singular ver a la abuela con sus hijas, con velas encendidas en las manos y a la hora que daban las cuatro, gritar a voz en cuello: ‘Santa Tais, tráemelos aunque sea de los cabellos’. La vecindad debe haber creído que se trataba de materia de brujería y hechizo.”

De sus hermanos: “Cinco mujeres y cinco varones hecho al mundo doña Refugio (su madre) y todos crecieron sanos y vigorosos. Siete de ellos tuvieron carrera, las mujeres de maestras, los hombres de abogados y escribanos.”

De sus padres y su nombre: “Mis padres, por deseo expreso de mi abuelo, se casaron el 8 de enero de 1867 […] Yo vine al mundo meses después, el 30 de septiembre […] Me pusieron el nombre de mi abuelo que no era el del santo del día y que yo habría preferido. Sin embargo, estoy conforme con el que llevo […] Si me hubiera llamado Astolfo, Alfredo, Edgardo, Óscar u Osvaldo, habría sido la catástrofe de mi vida , porque habría empezado por introducir en ella la cursilería y la falsedad.”

Sus primeros años: “No fueron como los de cualquier chicuelo normal. Me visitaron todas las enfermedades, hicieron presa de mi desmedrada humanidad todas las plagas, padecí multiplicadas todas las lacras de la primera, de la segunda y de todas las infancias. […] Primero fueron el chupón de hierbabuena o de anís […] Le siguieron la manteca con tequesquite, el cocimiento blanco, el agua de tres lejías, el palo de anacahuita, el vinagre de cuatro ladrones, el jarabe de altea y el manrubio cotidiano […] El estafiate, la ruda y el simonillo pasaban por mi boca lo mismo que los dulces de leche.”

De su fisonomía: “Debo haber sido tremendamente antipático, con mis cejas espesas, mi tez color de bilis, mis ojazos negros que pretendían investigarlo todo, mi cuerpecillo flacucho y endeble y mi afán de vivir cerca de mis padres y escuchar las conversaciones de las personas mayores.”

Fernández de Ubiarco de Jecker, Josefina. Activa en el siglo XIX, perteneció a una familia aristocrática con raíces en la época colonial. Muy joven casó con el hermano del banquero suizo Jecker. Educada en escuelas europeas, brilló en la corte de Francia. Después de la Guerra de Tres Años, que dio el triunfo a los liberales, y con el pretexto de la ‘Deuda Jecker’, la Triple Alianza (Inglaterra, Francia y España) decidió intervenir en México para reclamar el pago. Entonces Josefina, interesada en recuperar sus propiedades y con el argumento de que el país necesitaba paz y orden, se alió con José Hidalgo y José María Gutiérrez Estrada para convencer a Maximiliano de Habsburgo de que gobernara México.”

Victoriano Salado Álvarez,
La Intervención y el Imperio. Edición de 1994.

De su casa: “Nuestra casa era pobre, como la de todas las gentes del pueblo; pero yo recuerdo todas las que habité, con tintes de maravillosa poesía”.

De sus primeros libros: Mis lecturas fueron […] desordenadas, caóticas, al azar, sin discreción y discriminación. Es cierto que empecé con la Religión demostrada por Balmes; es cierto que leía todas las siestas, en el precioso Año Cristiano Mexicano […] que repasaba trozos de Los gritos del infierno, del padre Boneta, de La Familia regalada o de Electa y Desiderio. Lo que pocos sabían es que yo sacaba a la chita callando y a furto de su dueña otros libracos.”

De su tristeza infantil: “Un niño sin niñez, un entendimiento maduro antes de su formación, ‘cortado verde’ […] tenían que producir un muchacho triste, reservado y escéptico antes de tiempo.”

De su embebecimiento: “A sacarme de ese limbo libresco contribuyeron dos elementos: las consejas de mi nana y las acciones de mi primo David.”

De su marcha a Guadalajara: “El día en que el maestro Carrión dijo a mi padre que nada tenía que enseñarme, se planteó un terrible problema. […] ¿Qué iba a hacer yo, creado en el regazo de mi madre y de mi abuela […] Y sobre todo presa del embaimiento de los libros? […] Mi padre […] no pensó en otra cosa que en mandarnos a mi hermano y a mí a estudiar en Guadalajara.”

De su segunda escuela: “En el Liceo aceptaron mis certificados de Teocaltiche, luego que me oyeron traducir de corrido una epístola de Cicerón, Amatam, Teremtiam, Suam, y la fábula de Fedro Lupus et Agnus.”