Verónica Murguía
Hablemos del pelo
Los antiguos egipcios tenían una relación muy turbulenta con el pelo. No les gustaba tener canas o quedarse calvos. Para evitarlo se untaban las cabezas con una pasta hecha con hígado putrefacto de burro. Es cierto, está registrado en el Papiro Hearst. Pero tampoco les gustaba que les creciera así nomás.
Antes del advenimiento de Cristo ya existía en Egipto una industria depiladora que no tiene nada que envidiarle a la del siglo XXI. No, miento: depilarse en el siglo V aC ha de haber sido como darse de narices con un panal de avispas porque las rasuradoras no tenían mucho filo (el acero se comenzó a usar hasta la última dinastía) y se supone que se utilizaban pinzas al rojo vivo, cordeles, navajas y mixturas hechas con sebo de zopilote y resina.
Aunque doliera y oliera, las mujeres y hombres de la aristocracia egipcia se depilaban desde los vellos que suelen salir en el empeine de los pies, hasta el último pelo de la cabeza. Herodoto nos cuenta que la razón que los impelía era el comprensible deseo de jamás tener un piojo encima.
La estatuaria y los bajorrelieves nos muestran cómo a veces se dejaban una sola trenza sobre la oreja; otras, se encasquetaban pelucas hechas con pelo humano trenzado con fibras de palma datilera. Los reyes usaban barbas postizas, uso compartido al menos con una reina: Hatspepsut.
|
Me encanta leer sobre esto, porque compruebo que los humanos somos criaturas de hábito. El asunto del pelo es planetario y recorre los siglos. Los soldados de Alejandro Magno se teñían el pelo de rubio para parecerse a su amado general, con un aclarador hecho con caca de paloma; mucho después, los romanos se aceitaban los rizos y se entretejían perlas en los peinados. A finales de la Edad Media los predicadores fustigaban desde el púlpito a las mujeres cuyos peinados les impedían, por sus dimensiones, entrar de frente en las casas. El cucurucho de princesa, llamado hennin, era carísimo. Se ponía atado con alambritos donde comenzaba la frente, depilada hasta medio cráneo. Una incomodidad digna de las geishas, que todavía hoy duermen con la cabeza sobre una almohada especial para no deshacerse el peinado. A las principiantes les ponen granos de arroz a los lados. Esto es para que si se mueven en la noche, se despierten con el pelo todo lleno de bolitas blancas. Y a peinarse de nuevo.
No hay que olvidar las pelucas blancas espolvoreadas con almidón blanco perfumado con azahares y lavanda que se pusieron de moda entre hombres y mujeres en el barroco y hasta principios del siglo XX.
El pelo africano es otra historia. El lector recordará la primera escena de la película de Spike Lee, Malcolm X. En ella, Denzel Washington (Malcolm) está en la peluquería, alaciándose el pelo con lejía. Y brincaba y se abanicaba, porque la lejía le quemaba el cuero cabelludo. Y era más cool que quedara más lacio.
Todo este asunto está lleno de tintes políticos punzantes: los afroamericanos que llevaban el pelo chino demostraban orgullo de ser negros. Y sigue la mata dando.
Apenas en 2009 el comediante Chris Rock filmó uno de los documentales más simpáticos que he visto: Good Hair (Pelo bueno). Resulta que un día su hijita de cuatro años llegó a la casa y preguntó: “Papi, ¿por qué no tengo pelo bueno?” Rock se puso a investigar qué era eso.
Resultó que la mayoría de las mujeres entrevistadas se alacian el pelo porque “el lacio es el pelo bueno”. Ophra Winfrey, Tyra Banks, Michelle Obama, Beyoncé. Todas se alacian el pelo, con pócimas más peligrosas que las egipcias e igualmente apestosas. Con eso se queman el cráneo, les da alopecia y se les irritan los ojos.
Por el documental me enteré de que la exportación más abundante de India es el pelo humano. Quienes lo compran son los afroamericanos, para ponerse extensiones, postizos y pelucas. Me quedé de una pieza.
Aunque no debería. Yo he hecho todo. Fui de las estafadas por NeoSkin porque compré un paquete depilatorio que hubiera dejado verde de envidia a Cleopatra, y una vez me hice un permanente que me dejó como si hubiera metido los dedos mojados en un enchufe. El procedimiento estaba de oferta en una peluquería de hombres. No sé qué anhelo chocarrero me impulsó a entrar, pero lloré a mares cuando me quitaron los tubitos esos que parecen huesos de pollo y me vi en el espejo.
Les di tanta pena que no me cobraron. Pero la verdad es que quedé tan horrenda, que debí cobrarles yo a ellos.
|