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Mi nombre es Brian Molko y…
“Mi banda de rock se llama Placebo”, dice en español el hombre menudo apostado al lado izquierdo del proscenio. Parece mujer. Su voz es como de mujer. Siempre ha sido así. Nunca ha ocultado su androginia ni su bisexualidad. La primera vez que vino a México, el nacido en Luxemburgo lideraba un trío al que se sumaban invitados ocasionales. Hoy, sin embargo, Placebo ya es un sexteto en el que caben teclados, violín y coros. Suena impecable, pero aún no decidimos si el giro de su nuevo disco nos provoca más filias que fobias. Corregimos: no se trata de decidir, sino de sentir si ocurrió o no una suerte de “traición”, no a nosotros sino a ellos mismos. Esto porque, como le pasa a tantos grupos, de pronto Placebo decidió apostar por un discurso mucho más ligero.
Estamos en el Plaza Condesa del DF. Ella baila. Ella grita. Ella cierra los ojos y canta letras que estuvo aprendiéndose concienzudamente durante la semana. Ellos, a nuestro alrededor, levantan eufóricos las manos. Ellos juegan a que tocan guitarras aéreas, tambores invisibles. Ella ama a Placebo. Ellos aman a Placebo. Ella y ellos, todos concuerdan en que resulta mejor escucharlos en este espacio que en cualquier festival al aire libre. “En los festivales de música lo menos importante es la música”, dispara alguien. Sentencia exagerada, tiene algo de cierta. Comida, bebida, juegos, tiendas de tatuajes, barbería, puestos de suvenires, carpas de entretenimiento, patrocinadores, edecanes, sol, lluvia, viento… son innumerables las distracciones que compiten contra quienes, desde distintos tinglados que funcionan simultáneamente, intentan llamar la atención, hacer eco en la audiencia.
Además, en los festivales pasa otra cosa: mientras mejor suenan las bandas, mientras más se acercan a la pulcritud de un disco, mientras más cortas son sus presentaciones, mientras más pantallas hay para “apreciarlos” a la distancia, más frías se vuelven y más se alejan del íntimo e imperfecto encuentro cara a cara. Por ello es que vale tanto la pena ir a foros medianos y pequeños. Por ello da gusto que Placebo haya aceptado este encuentro cercano con sus más fieles seguidores. Hablamos de gente como ella, que gira poseída por los distorsionados bajos de Stefan Olsdal. De gente como ellos, que corean conmovidos la letra de Molko. De gente que se entrega y a la que hoy envidiamos.
“Definitivamente el nuevo disco está más fresa… desde su título”, pensamos mientras vuela hacia nosotros el contenido de Loud Like Love, recién salido. Eso puede acrecentar su popularidad, como le sucedió a Muse, pero los alejará un poco de sus primeros seguidores, como también le sucedió a Muse. Pase lo que pase en esta nueva ruta, eso sí, es improbable que causen el revuelo de su homónimo debut de 1996, o del notable Without You I’m Nothing del año 1998. Con esos trabajos, Molko, Olsdal y Hewit (su entonces baterista), llamaron la atención de numerosas personalidades como David Bowie, con quien luego hicieron colaboraciones escénicas. De hecho nos sorprende que su último EP de 2012, bautizado B3, prometiera un regreso a la oscuridad y que hoy, contrariamente, suenen tan diáfanos. ¿Se rajaron? ¿Midieron la respuesta y se arrepintieron? ¿Tendrán miedo de perder popularidad?
Ella nos abraza. A ella no le interesa en absoluto lo que decimos entre una canción y otra. Preferiría no hablar de eso en medio del concierto. Si seguimos así lo vamos a estropear todo. Ella nos mira con ternura, comprensiva, sabiendo que estamos discapacitados; que para nosotros, lectora, lector, es imposible entregarnos al flujo sin ofrecer algo de resistencia mental. No es que seamos amargados. Pasa que en estos tiempos desconfiamos de las transformaciones que lucen tan calculadas.
Mas no es el caso. Conforme avanza el show nos vamos rindiendo. Es verdad que Placebo sigue rockeando duro. Estamos a la espera de que interpreten “Pure Morning” y “Without You I’m Nothing”. Pero no sucederá. No hoy. Tienen casi doscientas piezas en su haber y un álbum nuevo que promover. Pasada una hora, y cuando el aullido del foro alcanza sus máximos decibeles, algo se agita en los tobillos, sube por las rodillas y se estaciona en la cadera. Algo en los brazos muestra su energía y los eleva. Los objetos se liberan de sus nombres y nos entregamos al movimiento. En el fondo nos molesta no haber ido a La Casa del Lago para ver a Lukas Avendaño en el Ciclo Poesía en Voz Alta. (Seguro que Brian Molko lo apreciaría.) Coincidieron los eventos. Ni modo. Lo importante, como al principio de los tiempos, es que ella baila. Ella canta. Ella sonríe. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.
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