Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
¿Qué entender por
arte contemporáneo?
Ingrid Suckaer
Reforma educativa:
una propuesta
Ethel Krauze
Carta de humo
y bomberos
Guilermo Samperio
Lo que sabe el poeta
Juan Domingo Argüelles
Las lecturas
de los políticos
Ricardo Bada
Las erupciones
del alma: melodrama
y balada romántica
Gustavo Ogarrio
Juan Gabriel
placer culposo
y cultura popular
Adriana del Moral
Leer
Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
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La Jornada Semanal
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Felipe Garrido
Herencia
Fueron Cande, Roberto, sus dos hijos. Vi su casa. Lo que quedó, porque la gente de Roque metió sus vacas. Se comieron las macetas, la cerca de cañas, tiraron los muebles; dejaron estiércol por todas partes. Recogí unos huaraches y un vestido de Cande. Todo pisoteado, con tierra. En una repisa había un tambachito de trapo con unos zapatitos de estambre, dos chambritas, unas medallitas. No sabía que Cande estaba otra vez esperando. Limpiamos lo que se pudo. Mi madre estuvo entera hasta que clavaron las tapas. Luego empezó a llorar. Pero no hizo nada para estorbar que las sacaran. Tenía abrazada una foto de Roberto. Atrás salió el gentío. El sol quemaba, la tierra quemaba, el aire quemaba. El sudor era uno con las lágrimas. Se alzó una voz con el canto pero nadie la siguió. Sólo se oía el golpe disparejo de los pasos. Ya iba yo a salir cuando mi madre me agarró del brazo. Nada me dijo. Me miró de frente y me dio una escuadra grande, como militar. |