Portada
Presentación
Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega
¿Qué entender por
arte contemporáneo?
Ingrid Suckaer
Reforma educativa:
una propuesta
Ethel Krauze
Carta de humo
y bomberos
Guilermo Samperio
Lo que sabe el poeta
Juan Domingo Argüelles
Las lecturas
de los políticos
Ricardo Bada
Las erupciones
del alma: melodrama
y balada romántica
Gustavo Ogarrio
Juan Gabriel
placer culposo
y cultura popular
Adriana del Moral
Leer
Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Antonio Rodríguez Jiménez
Cinexcusas
Luis Tovar
Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal
|
|
Francisco Torres Córdova
[email protected]
Linderos en la nada
En una pausa junto a la mesa de la cocina después de lavar los trastes, o al tender la ropa, abrir una puerta, preparar un alimento, regar las plantas o zurcir la rodilla de un pantalón adolescente, sin reposo, ahí, en medio de las tareas que levantan el andamiaje del mundo con la punta de los dedos, la fuerza de los brazos, el impulso de los pies, ella o él, madre, padre o hermano, hijo o nieta. O al mirar por la ventana desde un pesero camino de un edificio investido de poder y luminoso, pero al cabo oscuro, hostil y frío, con un legajo de fotografías y evidencias, documentos y pruebas bajo el brazo y toda la piel desde adentro empujando la esperanza que los años de búsqueda han tallado en el silencio, en las amplias espirales del absurdo, con la voluntad nudosa en cada nervio, en cada palabra a flor del aire, frente a cada ventanilla, escritorio o pasillo en que se asienta la humedad del abandono o retumba la tenaz indiferencia, la mentira, el desdén y la ignorancia, ahí, que es una y todas partes cada vez, desde esa penumbra enquistada, incesante y ya sanguínea, la punzada, el corte, el manotazo continuo en las entrañas, ella o él, padre, madre, hermana, hija o nieto, hace días, hace años, buscan a un padre, a una madre, a un hermano, a una hija o un sobrino, un nieto o un amigo. Buscan esa vida que no se oye en los pasillos y en el patio, rotos sus contornos, dispersa y abolida de golpe en la vigencia del horror; una vida por millares, raspada de la vista, desgajada del tacto y del oído, arrancada a su querencia, harta de tanto repentino alejamiento, desprendida de las horas, pero no, nunca, de la voz que reclama su presencia y su justicia en las letras de uno, tantos nombres suyos, nuestros que ya somos. Llevan en la boca del alma sus historias, sus hábitos y rasgos, sus últimos indicios conocidos, para incitar una resonancia y tramar las fibras de un regreso, de un modo de llegar a ellos, y cada sílaba es memoria y es denuncia. Para romper el cerumen del absurdo. Para exigir la vida misma. Ese tiempo torcido de la guerra así tallado en los pliegues de la ropa, en la comisura de los labios y los ojos, en las manos pulidas de rabia y miedo, y en la mirada firme y alerta a cualquier hallazgo o marca de un destino –una prenda, un fragmento de sombra o aliento–, algo o alguien que dé razón y paradero, que ponga linderos en la nada y la contenga.
Desde hace tres años el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad ha hecho visibles esos rostros de cuerpo entero que no cesan, que siguen ahí, en medio de la cínica abundancia de la muerte, en el centro de una verdad que no termina su desgracia. Las exposiciones Geografía del dolor, de Mónica Gutiérrez Islas, e Identidades extraviadas, de Isolda Osario, en el Museo Memoria y Tolerancia, convocan a ese testimonio que no acaba. Para romper los muros que levanta la sordera. Para saber de todos cada uno. Para mirar de frente a quien así nos mira.
|