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Carta de humo y bomberos*
Carta de humo y bomberos*
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Guilermo Samperio
Sé que mi llamada fue sorpresiva para ti, pero también lo fue para mí, pues mis manos se movieron hacia la libreta y encontraron tu número; yo sólo les hacía caso mientras agarraban el teléfono, lo mismo que la oreja, la cual se veía avispada para escuchar los tonos distorsionados y los silencios ahuecados de telecomunicaciones distantes. Mi alma, un poco lenta en el entresueño, existía sin suponer qué iba a percibir desde un más allá donde se encontraba una mujer de piel translúcida, que eres tú. Un poco envarado por el nuevo contacto telefónico, me gratificó escuchar tu voz, saber que atrás de tus palabras de humo de tinta china te descubrías tú; tu cuerpo, tu dispuesto brazo, tu talón limpio, tu cuello largo, tu mirada marítima, estaban sobre la misma Tierra.
Tal vez, la llamada tuvo un trasfondo torpe, un no saber qué decir, un trompicarse, pero en el trasfondo del trasfondo se hallaba la sensación de mutua pertenencia, de confianza recíproca, reactivación de sitios nodales de la cordialidad, sabiendo que este tiempo intenso sí es una señal, al contrario de lo que diría un tango.
No recuerdo bien qué platicamos, me viene nuestra conversación transformada en humo de letras revoloteando en remolino ovoidal, donde está tu imagen sosteniendo el teléfono en un extremo y, en el otro, mi cuerpo en la misma posición del tuyo, clones, gemelos o casualidades, como dos bomberos que apagan incendios emocionales y que miran volar la humareda de palabras y signos de puntuación que, al quemarse el papel de los libros de nuestras historias, decidieron salvar sus vidas de espíritu sonoro y se unieron a frases, eligieron un trozo de cielo más limpio, donde fonemas, acentos, vocales, diéresis, fragmentos de poemas y otras sonoridades de la lengua castellana, fueron remolinos pardos de listones humosos de mi cigarrillo y tal vez del tuyo. Luego de girar, se desgajaron de lo humoso turbio, volaron como parvada abrazados por densas nubes blancas con ligeros tonos púrpuras en sus mechones.
En los nubones viajaron y distinguieron montes azules y verde limón, un ave de caza desplegó sus alas para planear sobre el fresco cañón, donde un río corriente terminaba en una cascada de caída azulosa. Más adelante vieron un silencioso desierto en su atardecer: los puños de palmeras y las caravanas de camellos parecían fantasmas oscuros contra el difuminado naranja que caía tras el horizonte de arena. Viajaron sobre selvas gritonas, playas donde se revolcaba la ausencia entre la espuma que se alargaba hasta diluirse en la bruma distante. En algún momento del viaje de regreso vieron pasar la silueta de un caballo silvestre, que agitó la crin melenosa como si el aire fuera suyo.
Durante la navegación celeste en la panza de las nubes obesas, se fueron rearmando frases, como “las insaciables líneas suaves de tu cuello”, o “entregada y tuya, maleable, líquida, de barro fresco o de plastilina” y párrafos semejantes a los que has leído en estas palabras churriguerescas.
No sin emotividad melancólica, letras y signos se despidieron, con un ritual literario, de las pletóricas nubes albinas. Un grupo de oraciones dijo: “Ballenas celestes; hijas generosas de Jonás.” Un grupito de letras, que estaba sobre una giba nubosa de abajo, agregó: “Memoriosos navíos de argonautas acongojados.” Las nubes mandaron a la Tierra cuatro o cinco rayos de puro sentimiento. Se quemó un sauce llorón, pero para qué lloraba tanto, decían por la comarca. De ahí se derivó el refrán “al sauce llorón le toca truenón”. Por su parte, las bonachonas nubes le regalaron al lenguaje la frescura de un atardecer suave, la manera de metamorfosearse en diversas figuras y la ebria diligencia de hacer remolinos de palabras.
Como a la nube abuela no le gustaban las despedidas, palabras y signos decidieron empezar a llover y, a media precipitación, se dividieron en dos cálidas ventiscas de frases, con todo y sus párrafos y hasta sus paréntesis. Una ventisca arribó, luego de morosos días, a donde tú habitas y su levedad te mueve la falda, te sopla los zapatos, se desliza por tu cuello, vuelve a subir y te musita al oído alguna frase de humos de coral.
La otra ventisca se encuentra en mi habitación en este momento, la chismosa que se introdujo en forma de chiflón por la ventana del cubo de luz del edificio de los años cuarenta, se enreda en mi cabello, me zarandea el pelo rojizo, remueve el humo del incienso de cedro sobre mi secretaire, junto a la efigie de una virgen acompañada de un niño y un ángel dibujados en el siglo XV en la italiana casa Lippi.
Como ambas ventiscas hablan el mismo idioma, yo miro tu silueta en la metamorfosis constante del palabrerío y tú miras la mía en tu remolino de letras y ambos nos damos cuenta de que nuestros cuerpos se encuentran en la misma posición, clones, gemelos o casualidades.
*Incluido en Al fondo se escucha el rumor del océano
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