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De inmundicia y nepotismo
En México unos pocos acumulan riqueza obscena mientras millones gastan enormes esfuerzos en garantizar modos de vida magros, de simple supervivencia en extremos de marginación y miseria: los que acarrean agua y sortean drenajes a cielo abierto, los que padecen altos índices de alcoholismo y analfabetismo, violencia intrafamiliar, las más altas tasas de mortalidad infantil y donde los niños que sobreviven lo hacen para toparse con que no hay más futuro que cruceros donde limpiar parabrisas, activo para espantar el hambre, indiferencia o caridad forzosa del otro, los altibajos de la delincuencia y la ruta de las drogas. Es el pueblo para las élites llano, invisible, sacrificable y álalo. En medio de esos extremos estamos quienes habitamos una amplia franja demográfica a menudo indiferente a grandes problemas nacionales, pero siempre atentos a la versión oficialista que se propaga por los mal llamados noticieros de un duopolio televisivo que no es sino el enorme, oficioso tinglado portavoz del régimen. La atención del público depende del escándalo de moda o del gol en la liguilla. Una gigantesca industria de distracción se hace cargo de nosotros en tanto potencialmente peligrosos como posibles interesados, opinadores, indignados ciudadanos apercibidos de la magnitud de los atracos imbricados en perjuicio del interés público mientras otro enorme aparato, entre gubernamental y privado –lo gubernamental se ha pervertido, perdida su primordial función de gestión del bienestar público, convertido en cínico destino para riqueza ilícita y ejercicio desmedido del despotismo– se encarga de calcular el desplume. Van por lo poco que nos queda en el bolsillo. Sea por la vía de esos altísimos impuestos cuya reciprocidad al ciudadano mexicano es prácticamente nula, o por medio de continuos embates publicitarios y de cara mercadotecnia para vendernos, siempre con el más alto rédito pero la menor inversión posibles, algo. La mayoría de los bienes y servicios en esta sociedad de consumo que mezcla hamburguesas prefabricadas con figuritas de la guadalupana son, puestos bajo la lente de un somero examen de su relación costo-beneficio al consumidor, porquerías que no necesitamos. A este entramado, con varias consecuencias y ramificaciones cuyos efectos empezamos a sentir –las crisis económicas, la destrucción paulatina del medio ambiente, la consuetudinaria degradación de la convivencia o la discusión públicas– le llamamos modernidad. El México del siglo XXI. En el que regresó el PRI al poder.
El nuevo PRI. De nuevo tiene apenas un eslogan. Los nombres de sus integrantes, ésos no cambian, ni cambiaron, ni van a cambiar nunca. Hemos permitido, otra vez, enajenados por los medios masivos, hipnotizados con su oropel de música hueca y escándalos de putas y chichifos, que se reinstale en México una suerte de herencia maldita e invariablemente criminal, linajes de corrupción, estirpes podridas; una rediviva dinastía de vividores y oportunistas sin más abolengo que dinero, conexiones y las muchas maneras posibles de chingarse el presupuesto público, el dinero del pueblo: facturas infladas, empresas que antier no existían y hoy son las principales proveedoras de secretarías de Estado y organismos estatales; aviadurías en nómina de cuanta organización se deje meter uña; puestos que devengan sueldos altísimos (el sueldo mensual del presidente, de aproximadamente 20 mil dólares, prácticamente duplica el de sus pares latinoamericanos), séquitos excesivos, privilegios de una alcurnia en reiterada, sexenal compraventa. Se perpetúan los parásitos, se reciclan, y heredan a sus yúniors la potestad que debería ser democracia. Nombres que conocemos bien, los repetimos entre dientes. Una recua de vividores, algunos elegantes, algunos inmundos como el expresidente del PRI del DF. La mayoría priístas (o sus incondicionales alecuijes, como los bribones del partido falsamente verde), pero malamente también panistas y perredistas, gente que alguna vez se dijo de parte de las causas populares y en realidad no es más que fauna alevosa, voraz, oportunista. Allí los odiosos “chuchos”.
La tele, la chunchaca del pasito duranguense, la chorcha, los concursos, el vapuleo multiplicado de la ordinariez rinden fruto. Los mexicanos vivimos entre el miedo y el letargo. Justo donde nos quieren los que sangran y oprimen y engañan en este despeñadero sin fin al que todavía nos atrevemos a llamar patria y decir, de dientes para afuera, que es nuestra para amarla y defenderla siempre.
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