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Verónica Murguía
El escritor y su torre
Una de las sensaciones más fuertes que suscita la lectura de La torre y el jardín, la reciente novela de Alberto Chimal, es que los cimientos y el material utilizado para construirla fueron sus libros anteriores; que cada experimento de su minuciosa bibliografía era un aprendizaje destinado a sostener éste, el más atrevido y extenso de todos.
La anécdota rizomática de La torre y el jardín ocurre en dos tiempos sabiamente resueltos literaria y tipográficamente; el autor, lector avezado de los escritores ingleses, utilizó las estrategias de Laurence Sterne para guiarnos por el dédalo de peripecias, ennumeraciones y tiempos de la mano de Horacio Kustos, el protagonista de muchos de sus cuentos.
Kustos es, al mismo tiempo, depresivo y afable; un aventurero nómada que viaja tanto por el espacio como por el tiempo e irradia una suerte de magia taumatúrgica que se contagia a quienes se cruzan en su camino. En este libro, Kustos es al mismo tiempo Ariadna y Teseo; la voz coloquial y cercana que nos lleva como si fuéramos tras un fuego fatuo por un mundo barroco y amenazador.
Tengo para mí que Kustos es una especie de vocero de la curiosidad y la erudición de su creador; leer sus aventuras suele ser al mismo tiempo una experiencia informativa un poco desasosegante. Sólo Horacio Kustos puede hablar del pemmican, la comida hipercalórica inventada por los indios cree y usada por los exploradores del ártico, con una muchacha que atiende una papelería mientras los persigue un pingüino. Este es el tipo de dato, de palabra –pemmican, Varosha, lemingo, cosas, lugares, seres– que Chimal atesora para mezclar con los frutos de su imaginación y ofrecer páginas en las que las verdades más raras se entretejen con invenciones que resultan, al menos mientras leemos (y de eso se trata), plausibles.
La torre del título es un burdel. Aquí Alberto Chimal se apartó del emblema borgesiano, tan caro para él, y echó mano de los recursos usados en Los esclavos, la sombría novela sobre amores sadomasoquistas que publicó en 2009. La aparición de Los esclavos, un viraje en una escritura que solía ser socarrona, tierna y erudita, amplió el registro del autor para incluir temas realistas y sórdidos, frases más secas y un tono desesperanzado. El resultado de esta adición a la proclividad de Chimal por crear universos dio como resultado La torre y el jardín, un libro extrañísimo y logrado, de aventuras fantásticas en un ámbito sexual y a menudo cruel.
Así, la torre, laberíntica, interminable y, a ratos metafísica, se aleja de la Biblioteca de Babel porque es un burdel mexicano llamado El Brincadero. Pero como es Chimal quien imaginó esta especie de Arca de Noé anclada en Morosa, una ciudad de provincia, es, también, un mundo vertical en el que cada piso se llama como un verso. El Brincadero está habitado por animales traídos de todo el mundo y los humanos que los regentean; es frecuentado por visionarios, sectas, adivinadores, locos y pervertidos.
En El Brincadero, el dinero y el ingenio permiten, por ejemplo, que en el piso los muchos hombres que te aman los adoradores de los equidnas (Tachyglossus aculeatus) puedan colocárselos sobre los muslos; que el señor Millikan alquile los pisos que van de culpable, río dios de la sangre, al no quiero seguir siendo raíz en las tinieblas para montar un pony; que un escocés llamado Devon trate de lograr peces beta, “cuyos tanques están en el piso mientras devora fresa tras fresa” que muerdan a humanos; que un hombre se case con un orangután, que otro viole a un tigre.
La conexión verdugo-víctima planteada en Los esclavos alcanza en La torre y el jardín una exacerbación que resultaría imposible si el vínculo se hubiera mantenido dentro de las convenciones de las relaciones humanas, pues suscitaría rápidamente la destrucción de una de las partes. La sustitución y muerte frecuente de la víctima animal plantea dilemas éticos que tienen más que ver con la tensión que debería existir entre la necesidad y el placer, que con la moral sexual.
La torre y el jardín está muy lejos de ser un catálogo de perversiones y extravagancias; es la exploración de un vínculo esencial que ha sido roto, el de los seres humanos con el mundo. Es la apuesta de la sustitución del sacrificio cruento por la ofrenda floral; del uso de la imaginación y la piedad como estrategias para domesticar al depredador que todos llevamos dentro.
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