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Ilan Stavans
Por qué soy maestro
Ser maestro me llena de orgullo. Es reconocer lo poco que sé y lo mucho que me queda por aprender. Es estar en contacto con la parte más esperanzadora de la humanidad. Es exhortar a los jóvenes a pensar sin recato, a explorar las posibilidades del intelecto, a cuestionar los valores por los que nos regimos. Es saber que el futuro está en buenas manos.
Cada vez que entro en el salón, el gusanito en mi estómago se contorsiona. De ser honesto, nunca sé exactamente lo que voy a decir y no me importa. Lo único que importa es que todos estamos preparados para una tarea común: explorar un tema específico de manera cabal, desde todos los ángulos posibles. Ellos llegan a ese tema igual que yo, a través de uno o más textos que todos hemos leímos la noche anterior.
La clave está en que nadie –y mucho menos yo– tiene la verdad absoluta en su haber. Esa verdad surge del encuentro, del debate, de la nada que nos une a todos en ese salón. Es una verdad socrática, a la que se llega –como los detectives– a través de la deducción. Yo solo sé que esa verdad desconocida vale la pena.
A los estudiantes hay que respetarlos. Asimismo hay que desafiarlos. Puede que sus criterios no estén del todo formados, pero esa precisamente es la función del maestro: no convencerlos de algo sino hacerlos llegar a ese algo por cuenta propia. Porque en realidad la enseñanza tiene poco que ver con el tema impartido –aunque, claro, el tema, ya sea sobre la historia o sobre la política, es fundamental– y mucho con las herramientas que se requieren para obtener ese conocimiento.
Quiero decir algo más sobre ese conocimiento. Nuestro mundo está sobresaturado de información, pero lo que los alumnos requieren, lo que aspiran a obtener, no es información sino conocimiento. Y algunas cosas más: dignidad en su quehacer mental, confianza en su esfuerzo y responsabilidad como ciudadanos.
El tiempo que pasamos es breve: unas cuantas semanas. Yo soy el que envejece; ellos siempre tienen la misma edad, en mi caso la edad universitaria, entre dieciocho y veintidós años. A muchos no los volveremos a ver jamás, pero algo de nosotros, de la dinámica en el salón, habrá impregnado su memoria, su disposición existencial. Otros estarán cerca de nosotros y nosotros de ellos por muchos años, porque la enseñanza es el comienzo de una amistad.
Para mí la enseñanza y la escritura van juntas. Yo mismo con frecuencia no sé lo que pienso hasta que no lo escribo. Pero el vínculo va más lejos: las clases que doy terminan por estimularme a nivel creativo y de ellas sale un ensayo, una traducción, un cuento, una entrevista. Y viceversa: luego de escribir un texto, siento la necesidad de pensarlo en un contexto amplio con ayuda de una camarilla de jóvenes ilustres con los cuales pueda investigar el tema a fondo, de forma tal que el ensayo, la traducción o el cuento se conviertan en un libro.
Hace años hice eso con una entrevista que alguien me hizo y que giraba sobre el tema del amor. La entrevista se convirtió en un curso que terminó plasmándose en un libro. Otros temas han sido la censura, el humor, los impostores que pululan en nuestra cultura y demás.
He pensado en algún momento escribir un libro sobre por qué soy maestro. Otros asuntos me distraen. Pero sobre todo me resisto a hacerlo porque la enseñanza tiene una cierta magia que es inexplicable: su éxito no se mide en exámenes o calificaciones o reportes. A veces ese éxito es intangible por varios años, hasta que algo que ocurrió durante el semestre se dispara en la memoria del alumno y ¡caboom!, súbitamente la vida parece distinta.
En fin, no sé si alguna vez me siente a escribirlo porque hay algo metafísico en el asunto: escribir sobre enseñar o enseñar sobre escribir –no, la idea es tediosa. Un libro bien escrito es una lección en el arte de escribir. Igual una clase bien impartida.
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