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Eduardo Mosches
Un viaje de reconocimiento
Pasaron treinta años para reencontrarme con la ciudad donde nací. Franqueada la aventura del vuelo, aterricé del otro lado del río, pisé la pasarela del buque y me senté frente al amplio ventanal de la sala para ver pasar las olas alebrestadas, ondeando con fuerza, como si se creyeran mar. Surcaron las olas muchas veces y varias horas. Comencé a ver algunas construcciones de la costa. La primera idea que me asaltó fue que a ese mismo puerto llegaron mis abuelos, muchos años atrás, un siglo por lo menos, lo cual no es poco decir. En otras condiciones, sin tanto ventanal ni edificios horizontales que los recibieran. Llegué a puerto y ahí inicia ese pequeño proceso de reconocer, reconocerme, en pedazos vivos de mi ciudad.
Una ciudad armada con los hilvanes ligeros de la memoria, ese trazado idealizado por la distancia que el tiempo, inexorable, desdibuja, crea otros; los árboles han crecido, los perros han muerto y el ladrido ya no se escucha, los amigos se han ocultado detrás de sus arrugas y tazas de café, han nacido sus hijos, que hace un tiempo largo les ha cambiado la voz y hasta tienen hijos propios.
Ha quedado el recuerdo un poco ajado y los edificios se van acomodando en los circuitos memoriosos, mientras sus apellidos aparecen en la realidad de los paseos, junto con las estatuas, que cabalgan cansadas y cagadas por años de palomas, que han muerto y renacen en su revolotear.
Mis calles de la infancia en apariencia han cambiado poco, el adoquinado persiste casi igual, el número 4443 sigue firme al frente de lo que fue mi casa. Los gritos y los juegos se han disuelto, esfumado, entre las grietas de las paredes; mis rodillas ya no recuerdan los juegos, sólo algún que otro dolorcito. Apenas veo las espaldas de la gente, no encuentro cara conocida, nadie tampoco llega a reconocerme, todo se ha disuelto, exactamente, como el helado que comí, muchas veces, cuando niño, en la heladería, a la salida del cine Júpiter, ese planeta de la imaginación que ya no existe, que se fue hacia algún rumbo de la vía láctea.
Para abarcar un poco más en el tiempo, caminé en un giro más amplio, para regresar a mi punto de partida, y en ese deambular sin demasiada precisión, me topo con la dureza visual de un cartel, en letras de colores, que sólo dice: Garage Olimpo, lugar de secuestro y exterminio. Ahí a dos cuadras de lo que fue mi casa de la infancia, donde salté, reí, reímos, lloré, me mojé con la lluvia de otoño y me dolieron los pies al caminar en invierno por las mañanas. Ahí, a metros de mi infancia, crearon gritos y angustias, dolor encaminado a crear respuestas de dolor. Duele tanta infancia destrozada de otros, tanta juventud orillada y lanzada al vacío húmedo del río, donde flotaban poco y se hundían hasta agotar toda la luz.
Sí, en ese mismo río, donde llegué en buque hace unos días, regresando a mi país después de treinta años.
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